¡Cuántas veces no ha salido de nuestros labios la plegaria a María: ¡Ea, pues, Señora, Abogada nuestra!... Esto lo decimos muy pronto. Pero, ¿es María de veras nuestra Abogada? ¿No le estamos robando a Jesucristo, el único Mediador, un título intransferible?... Por fortuna, el Concilio no se fue por las ramas al tratar este punto, y nos regaló, como doctrina de la Iglesia, palabras inolvidables:
* Uno solo es nuestro Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús... Sin embargo, la misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo..., pues se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y saca de la misma todo su poder... María, asunta a los cielos, con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de ABOGADA, Auxiliadora, Socorro, Mediadora” (Lumen Gentium 60-62).
Todos sabemos quién es un abogado: el que toma una causa en sus manos, la lleva a un tribunal, la defiende con tesón, y no ceja hasta arrancar al juez un fallo favorable para su cliente.
Si María es Abogada nuestra, ¿tiene o no tiene poder ante Dios, ante Jesucristo su Hijo? La fuerza de la intercesión de María radica en que es la Madre de Jesucristo y la Madre nuestra, declarada por Jesús desde la cruz con aquel “Ahí tienes a tu hijo”.
Jesús sabía que, siendo el Juez de vivos y muertos, María abrazaría con todo su amor de Madre al pecador lo mismo que le seguiría abrazando a Él, a Jesús, el hijo de sus entrañas. Los dos hermanos, Jesús y el pecador, tendrían que hacerse las paces entre los brazos y sobre el pecho de María.
Vaya como una comparación el caso aquel de la guerra entre Italia y Abisinia en 1890. Derrotados los italianos en Adua, el Emperador Menelik reúne a los prisioneros, que, desde luego, no esperan ninguna buena noticia. Abre un sobre, despliega el papel, y lee la carta que le había llegado:
- Soy una pobre mujer, madre de uno de los prisioneros de guerra. Gran Emperador, ten piedad y devuelve a una desgraciada mujer su hijo. En nombre de la Madre de Dios te lo suplico. En nuestra iglesia he prendido una vela ante su imagen, y me ha parecido que la Virgen me sonreía y me decía: “Ten confianza. Menelik te devolverá tu hijo”. En
nombre de María te pido nuevamente mi hijo.
Se hace un silencio sepulcral entre los prisioneros. El Emperador, severo y autoritario, pronuncia un nombre. El aludido se adelanta, y se cuadra firme. Ante el asombro de todos, el Emperador prosigue: - Eres libre. Vuelve a tu casa, y aquí tienes el dinero para el viaje, que te lo pago yo mismo. Y di a tu madre que no fue el Emperador Menelik, sino María quien te devolvió la libertad. María es también mi Madre. Y si la Madre dice que SÍ, yo no puedo decir que NO.
Sin darse cuenta del todo, el Emperador abisinio representó de maravilla el papel de Jesucristo, nuestro Juez. Si María intercede por nosotros, por grandes que hayan sido nuestras ofensas a Jesús, el fallo del divino Juez lo tenemos seguro a favor nuestro, por el mero hecho de que el Juez que dicta la sentencia y el reo son hijos de una misma Madre.
Dios no puede menos que inclinarse ante los ruegos de María a favor nuestro. Leo en un libro lo que el autor, en diálogo con María, pone en los labios de la Virgen, palabras que creo muy acertadas:
* “¿Me preguntas a ver qué hago como Abogada vuestra? Ante todo, escuchar vuestras súplicas. ¿Podrías contar los millones de plegarias que me llegan cada día al Cielo? Pues yo la despacho y las presento todas a Dios, robusteciéndolas con la ayuda de mi intercesión. Jesús, por ser yo su Madre, no me niega nada; es que ni me lo puede negar. El Padre me mira como su Hija adorada. Y el Espíritu Santo está enamoradísimo de esta su Esposa.
“Siendo esto así, mi oración por vosotros tiene tal eficacia, que se me ha llamado “La omnipotencia suplicante”. Si pido, es que Dios es infinitamente superior a mí. Si soy omnipotente, quiere decir que Dios no me niega nada. ¡Y pido, no por mí, sino por vosotros!.
“Y no vayáis a pensar que yo sea más buena que Dios. ¡No! ¡De ninguna manera! Pero Dios, que mantiene firmes los derechos de su justicia, ha querido que yo fuera de manera especial la Abogada de las causas más perdidas. No porque yo sea más buena que Dios o más compasiva que Jesucristo, sino porque Dios ha querido interponer entre su justicia y el pecador el corazón de una mujer, y una Mujer que es Madre. Por eso, en el plan amoroso de Dios, yo soy por antonomasia la Abogada de los pecadores”.
Así han hecho hablar, tan acertadamente a la Virgen nuestra Madre. Con el Concilio, podemos calificar lo que es la intercesión de nuestra Abogada: es “multiforme”, como lo indican los títulos tan bellos de Auxiliadora, Socorro, Medianera; es “amorosa”, porque “María está solícita con amor materno por los hermanos de su Hijo”; es “eficaz”, porque no falla nunca en su intercesión, de modo que no se pierde quien acude a María; es “perenne”, porque no cesa nunca: con cada hijo, hasta que logra meterlo en la Gloria; con toda la Iglesia, porque durará hasta el fin, hasta que se haya completado el número de los elegidos, hijos que Jesús le confió desde la Cruz.
¡Ea, pues, señora, Abogada nuestra! Se lo hemos dicho miles de veces a nuestra Madre María, y se lo seguiremos diciendo hasta el fin. ¿Por qué? Por aquello que dijo un Papa hace ya muchos años (Pío VII, 1805): “Porque nunca desatenderá Dios una súplica que le presente su Madre".
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