Del sitio El Perú necesita de Fátima:
La Virgen de Belén, más conocida por el apelativo filial de Mamacha Belén, es una de las imágenes que nunca faltan a la tradicional y multitudinaria procesión del Corpus Christi en el Cusco.
Su bello y apacible rostro ha sido el encanto de incontables generaciones. Sus vestidos son engalanados desde hace siglos por sus fervientes devotos. Primorosas sedas y encajes, hilos de oro bordados y piedras preciosas, esconden su sobria talla. Mientras que, inseparable, en sus maternales brazos lleva al Divino Niño, “hualtadito”, es decir, graciosamente arropado a la usanza andina.
Una semana antes de la procesión, baja hasta el convento de Santa Clara, en donde se encuentra con la imagen de San José que viene de la iglesia de San Pedro. Ahí se ultiman los detalles, las religiosas escogen de su valioso ajuar las joyas que lucirá para la gran fiesta del Cuerpo y Sangre de su Divino Hijo.
Su singular historia que se confunde con la leyenda está inmortalizada en uno de los formidables lienzos que decoran el interior de la Catedral del Cusco, mandado a pintar por el célebre obispo y mecenas cuzqueño Don Manuel de Mollinedo y Angulo, quien aparece en el cuadro arrodillado y con las manos juntas a sus pies.
Hacia mediados del siglo XVI, pescadores del pueblo de San Miguel, llamado vulgarmente Pitipiti, hallaron flotando plácidamente sobre las aguas del mar chalaco una caja de madera de grandes proporciones. La llevaron con la mayor presteza a la orilla, para abrirla y examinar su contenido. Cuál sería su regocijo al depararse con una hermosa talla representando a la Virgen María. Junto a ella había un sobre con un escrito que a la letra decía: “Imagen de Nuestra Señora de Belén para la Ciudad del Cusco”.
El suceso corrió de boca en boca y del Callao la noticia llegó rápidamente a Lima. Ante las voces de “milagro”, tanto el Virrey como el Arzobispo tomaron cartas en el asunto, y luego de investigar lo ocurrido resolvieron remitir aquel hermosísimo tesoro a la Ciudad Imperial. Al llegar la imagen al Cusco la alegría no fue menor, y por disposición del Señor Obispo se echaron las suertes para determinar cuál sería el templo que le guardaría. Al salir electa la iglesia de los Reyes Magos, ésta cambió a partir de entonces su nombre por el de Nuestra Señora de Belén, en testimonio por tan gran dicha.
Algún tiempo después, durante una fuerte sequía que asoló aquella pródiga tierra, la ciudad que la había jurado como Patrona resolvió invocar la piedad de tan dulce Señora. Por tal motivo fue sacada en procesión. Ya de regreso a su templo, se desató una abundante lluvia que cubrió a todos de felicidad, mas al cruzar un puente la imagen casi se precipita al agua, si no fuera porque Selenque, un joven de vida disoluta, ayudó en este trance. Esa misma noche, cuando Selenque pasó cerca del cementerio, vio a Cristo en un Tribunal y a los demonios que pedían justicia contra varias personas del lugar y contra él, a quien se lo querían llevar; pero también vio a la Virgen que por él intercedía. Le pedía de rodillas a su Divino Hijo que le permitiera a Selenque cambiar de vida, ya que había ayudado a cargar su sagrada imagen. El joven, entonces, se convirtió.
La Virgen de Belén es una de las imágenes infaltables en la tradicional procesión del Corpus Christi.
Como bien resume el historiador Padre Vargas Ugarte: “La Virgen no ha cesado, desde entonces, de dispensar a manos llenas sus favores y ha sido y continúa siendo el refugio de los pecadores, el remedio de los enfermos y el consuelo de los afligidos”
En prueba de ello, hace 70 años, el 8 de diciembre de 1933, en medio del repicar de las viejas campanas, del tronar de los cañones y de las aclamaciones de la multitud, el arzobispo Pedro Farfán Pascual ciñó sobre sus sienes la corona de oro que en eterna gratitud le ofrendaron sus hijos del Cusco.
Hoy rememoramos aquel bello gesto que trasciende el alma de un gran pueblo. La devoción a la Santísima Virgen impregna a los pueblos como a las almas. Cuántas veces hemos leído, emocionados, historias de salvación, en las que una Avemaría piadosamente recitada cuando niño, una vigorosa defensa de la Inmaculada cuando joven, o hasta un pequeño auxilio prestado a una de sus imágenes, como en el citado caso de Selenque, le valieron al pecador la posibilidad de una enmienda de vida, cambiando un destino eterno que parecía sellado. ¡Cuánto perdieron los pueblos antiguos frente a la Justicia de Dios, por no conocer a la misericordiosa María! ¡Cuánto pierden los protestantes y los seguidores de tantas sectas que hoy existen, por no reconocer a María como Madre! ¡Cuánto perdemos hoy nosotros, por no recurrir a María en nuestras diarias necesidades!
Llevemos a la Virgen en nuestras almas, llevémosla en nuestros actos y afinemos nuestras ideas a su Inmaculado Corazón.