Del sitio
Tesoros de la Fe:
El beato Papa Pío IX demostró haber entendido
de manera perfecta las características fundamentales de la Revolución
gnóstica e igualitaria que hace más de cinco siglos corroe la
civilización cristiana, y cuyos vicios propulsores son el orgullo y la
sensualidad. Para enfrentarla, decidió proclamar dos dogmas: el de la
Inmaculada Concepción y el de la Infalibilidad Pontificia, que se oponen
específicamente a tales vicios.
Contra la invasión de la sensualidad, que en aquella
época ya se hacía sentir, definió el dogma de la Inmaculada Concepción,
es decir, proclamó solemnemente como verdad de fe que la Virgen María no
tuvo mancha de pecado original. Es la negación más rotunda de una vida
centrada en la sensualidad y en el deseo de gozar la existencia.
Por el dogma de la Infalibilidad Pontificia, el Concilio Vaticano I, presidido por el beato Pío IX, definió que el Santo Padre,
en determinadas condiciones y circunstancias entonces especificadas, no
puede errar o proponer a los fieles una doctrina errónea. Este dogma
trae como consecuencia la negación absoluta de la idea de que todos los
hombres son iguales, y que el Papa sería un individuo como todos los
demás.
La historia de la proclamación de estos dogmas muestra
cómo en función de ellos se trabó una verdadera batalla diplomática,
doctrinaria, histórica y política. Los verdaderos católicos se pusieron
del lado del Papa y deseaban que los mismos fuesen proclamados lo antes
posible; los revolucionarios y sus cómplices intentaron evitarlo por
todos los medios.
En la época, la fidelidad doctrinaria de los católicos
era muchísimo más seria que hoy, y ser acusado de herejía acarreaba
problemas de peso. De ahí que los opositores de estos dogmas intentaron
retrasar su definición solemne, argumentando que, aunque su doctrina es
verdadera, no era el momento oportuno para hacerlo. Argumento
inconsistente, que ha sido muy repetido contra varios otros temas de
interés de la Iglesia...
El dogma de la Inmaculada Concepción fue proclamado el 8
de diciembre de 1854. Inmediatamente los buenos católicos se alegraron y
decidieron conmemorarlo de muchas maneras. En cuanto a sus opositores y
a los malos católicos que no deseaban la proclamación, fueron obligados
a mantenerse en silencio frente al hecho consumado, pues el argumento
de la inoportunidad se fue agua abajo.
La localidad italiana de Taggia se ubica cerca de la
frontera con Francia, y en aquella época dependía del obispado de Ventimiglia. El obispo local, Mons. Lorenzo Biale, había decidido que en
toda su diócesis la proclamación del dogma se celebraría de modo
solemne, con ocho días consecutivos de oraciones. El 11 de marzo de
1855, último día de las oraciones, se encontraba reunido un público
numeroso en la iglesia de San Felipe y Santiago: personas de todas las
edades, hombres y mujeres, ricos y pobres, sacerdotes y laicos. En
cierto momento la imagen de la Santísima Virgen comenzó a mover los
ojos, observando atenta y misericordiosamente a los presentes.
A nadie le sorprende que en los días posteriores,
alimentada por el temperamento vivaz italiano, la curiosidad atrajo a la
iglesia a numerosas personas que no presenciaron el hecho, para ver a
la imagen que había movido los ojos. Para sorpresa, espanto o admiración
de muchos, el milagro se repitió los días 12, 17 y 18 de marzo. Las
testigos fueron numerosísimos y de las más diversas condiciones, siendo
imposible ocultar el acontecimiento. Obviamente, ello incomodó
enormemente a los revolucionarios y alegró a los católicos.
El párroco, D. Stefano Semeria, informó al obispo el 20
de marzo sobre lo sucedido e inmediatamente él se trasladó al lugar de
los hechos. Viendo la multitud de testimonios, el prelado nombró una
comisión oficial de investigación, instalada el día 26 de marzo, apenas
dos semanas después del prodigioso acontecimiento. La comisión trabajó
durante un par de meses, interrogando a todo tipo de personas sobre lo
ocurrido.
Ya los antiguos romanos adoptaban la norma jurídica Audiatur et altera pars
(sea oída también la otra parte). Y la Iglesia, madre de la sabiduría,
siempre permite que los adversarios u opositores puedan expresar sus
puntos de vista. Hasta hoy, al analizar un milagro o la vida de alguien
con fama de santo, son oídas personas que tengan objeciones. Pero, en
este caso, las objeciones habituales de los opositores no tenían
fundamento en la realidad. Si los testigos fuesen sólo niños, o personas
incultas o en un momento de paroxismo emocional, podrían ellos alegar
alguna manipulación. Pero los hechos se dieron ante un público numeroso,
muy variado, incluyendo hasta escépticos que no tenían ninguna
predisposición para atestiguar milagros.
Una vez concluida la investigación, el día 31 de mayo de
1855, las actas fueron enviadas al Vaticano para su verificación. Pasó
entonces más de un año hasta que fueron aprobadas, siendo finalmente
autorizada la solemne coronación de la imagen de Taggia, lo que tuvo
lugar el 1º de junio de 1856.
Todos estos hechos ocurrieron antes de las apariciones
de Nuestra Señora de Lourdes, en 1858, cuando Ella le dijo a Santa Bernadette: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Por así decir, Lourdes fue el sello oficial de aprobación del Cielo a la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción.
Alguien podría preguntar: ¿por qué la Virgen apenas
movió los ojos y no habló? Los ojos son una de las partes más nobles del
cuerpo y también de las más importantes. Con una simple mirada, podemos
decir muchas cosas que no siempre es posible declarar. Una mirada
misericordiosa de María sobre una multitud de hijos suyos, en la cual
hay personas buenas y malas, jóvenes y ancianos, cultos e incultos,
expresa más que todo un sermón. En la Salve Regina rezamos “vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos”,
justamente como reconocimiento de que, en respuesta a nuestras
súplicas, con toda seguridad la Madre de Dios actuará y no permanecerá
indiferente a nuestro pedido.
Recemos, pues, pidiendo a la Virgen Santísima por todos
aquellos que, inmersos en este mundo convulsionado, necesitan de su
mirada protectora. Podemos hacerlo especialmente ahora en que se
conmemoran 160 años del prodigioso suceso.