Aunque Lora era cabeza o capital de todas ellas y sede del Consejo
Municipal, destacábase la que había sido fortaleza árabe de Shadfilah o
Shant-Fila, enclavada en el poblado de Setefilla, a dos leguas de Lora,
ya que su excelente situación permitía controlar la ruta entre Córdoba y
Sevilla, además de un amplio sector del valle del Guadalquivir. Esta
circunstancia determinó que la bailía, o sea, la circunscripción entera,
llevara en principio el nombre de este lugar, una vez sustituido el
topónimo árabe por el latino Septefilas o el castellano Sietefilas
(Setefilla), de una clara alusión a las siete sedes o villas del señorío
sanjuanista.
El poblado, regido por el Consejo establecido en Lora, llegó incluso a
celebrar feria o mercado anual, pero nunca debió ser grande,
reduciéndose a un pequeño caserío y a una iglesia, la de Nuestra Señora
Santa María, erigida por la Orden de San Juan en la segunda mitad del
siglo XIII, a cuyo frente estaba, nombrado por su Priorato, un
Cura-Prior o «freyre» de la misma.
Todo esto tuvo, en realidad, poca trascendencia, pues el lugar, de
suelo pobre y dificultoso aprovisionamiento de agua, estaba llamado a
despoblarse
Lo decisivo para la historia de Setefilla fue que su iglesia se
dedicara a Nuestra Señora bajo la advocación del misterio de la
Encarnación, y que para presidir el templo se hiciera esculpir en madera
una Imagen gótica de la Virgen con el Niño de setenta y un centímetros
de altura.
Mater Admirabilis, sentada sobre un castillete, con el Niño Jesús en
su regazo en ademán de mostrarlo al pueblo, tenía la Virgen calzado
negro y puntiagudo, cabellos dorados, el manto pintado de azul salpicado
de estrellas y guardilla de oro, y túnica grana, traje típico de las
galileas.
Pronto, la devoción hacia esta Imagen dulce de Nuestra Señora,
prendió no sólo en la aldea, sino también en todos los lugares de la
bailía, alcanzando fama de ser eficaz instrumento de gracias
sobrenaturales, los amores y el consuelo de la región de Setefilla en
todas sus aflicciones.
Se convirtió así la aldea en el principal centro religioso del
señorío, y a su iglesia acudían los vecinos de la comarca y del bailiato
en las fiestas litúrgicas principales, pero especialmente el 25 de
marzo de cada año, día de la Encarnación del Señor y Anunciación de la
Virgen, en cumplimiento de un voto o promesa que el Consejo de Lora,
como cabeza rectora de la bailía, había hecho.
Desconocemos la razón de este voto, si se hizo porque la región de
Setefilla, según creemos, acabó siendo cristiana un 25 de marzo (el del
año 1247), o se formuló por una necesidad apremiante que agobiaba a la
población, recabando la intercesión de la Virgen para librarse de ella.
Lo cierto es que el voto convocaba en la iglesia de Setefilla a no
pocos vecinos. Sabemos, al respecto, que durante la noche anterior se
hacía una vela pública, a la que asistían muchos devotos. Otros, en
cambio, el mismo día de la fiesta, con los miembros del Consejo y
algunos clérigos, salían en procesión desde la Iglesia Mayor de Lora
(Ntra. Sra. Santa María de la Asunción) en dirección al poblado de
Setefilla, en cuya iglesia se celebraba una Misa cantada con diácono y
subdiácono, y otra Misa rezada afuera, utilizando para ello un altar al
aire libre, el de la Salvación, a modo de capilla abierta encarada al
atrio, en el que figuraba una pintura mural con el misterio de la
Encarnación, solución que adoptó el Clero local para permitir la
participación en los oficios religiosos a aquellos fieles que no cabían
en el interior del templo. La fiesta, por otra parte, no debió carecer
de sus regocijos populares, cantares, bailes y otras diversiones
honestas, animadas a la hora de la comida por el Consejo con repartos de
pan y queso y en ocasiones vino. Finalmente, llegada la tarde, los
romeros asistían al oficio de Vísperas, iniciando a continuación el
regreso a casa, satisfechos de haber cumplido el voto.
En 1534, los últimos habitantes de Setefilla abandonaron este solar,
trasladándose a Lora. Pero al estar ya muy vinculada la devoción y
fervor religiosos al lugar, se mantuvo abierta al culto su Iglesia
Prioral, y en el despoblado continuó residiendo un Cura-Prior, casi
siempre formado capellán en el convento sanjuanista de Santa María del Monte de Consuegra, en cuyas manos quedó el Beneficio eclesiástico de la
Ermita: ricos ornamentos, tierras, bienes muebles, grandes cantidades
de limosnas, ciertas primicias, e incluso los derechos de la feria, que
tenía lugar anualmente el día de Nuestra Señora del mes de septiembre.
Para entonces, hacía más de medio siglo que Alcolea había pasado a
ser encomienda de la Orden con jurisdicción propia, es decir, separada
ya de la primitiva organización mancomunada de la bailía, y segregados
del antiguo alfoz estaban también Peñaflor, Almenara y Malapiel.
Estos cambios en la estructura del señorío, unido a la despoblación
de Setefilla, hicieron posible que Lora pasara a convertirse
definitivamente en principal depositaria de la devoción a la Virgen y
promotora de su culto. Así, el 2 de abril de 1551, por acuerdo de su
Concejo, se renovó el voto del día de la Encarnación, dando el Cabildo
loreño nuevas ordenanzas y recordando algunas antiguas, para que la
Villa continuara cumpliendo su vieja promesa. Y fundadamente, aunque no
tengamos referencias documentales anteriores a 1581, puede pensarse que,
por lo menos desde mediados del siglo XVI, la Sagrada Imagen empezó a
traerse a Lora por decisión del Concejo Municipal loreño, siempre con
motivo de alguna necesidad o pública tribulación. Es más, para subvenir a
estos traslados de la Virgen y como cauce y expresión de la devoción
loreña, surgía y quedaba establecida en Lora por estas fechas la
Cofradía de Nuestra Señora de la Encarnación, hoy Hermandad Mayor de Nuestra Señora de Setefilla.
Estas circunstancias, sin embargo, no entibiaron el fervor de los
pueblos comarcanos hacia la Virgen venerada en Setefilla. Además de la
fiesta de la Encarnación, desde el último tercio del siglo XVI existió
la costumbre de reunirse en peregrinación fieles de Lora y de otros
lugares cercanos en la Ermita el día de la Asunción, Nuestra Señora de
Agosto. Y lo mismo ocurría el 8 de septiembre, al celebrarse la feria en
los aledaños del Santuario.
Entre todos, tomó auge el día de la feria, pues al coincidir con la
conmemoración litúrgica de la Natividad de la Santísima Virgen, el Prior
de Setefilla, por mandato del Vicario de la Orden, a partir de 1587
inició una celebración de algunos cultos extraordinarios, destacando una
solemne procesión de tercia con la Sagrada Imagen alrededor de la
Ermita, a la que concurrían muchos devotos. Más tarde, este carácter
religioso prevalecería sobre el mercantil, y el 8 de septiembre pasó a
ser el día de la fiesta principal de la Virgen y de la romería.
El culto a Nuestra Señora en su Ermita no se redujo sólo a ese ciclo
festivo. En 1590 comenzaron a decirse cincuenta y dos Misas al año, una
cada miércoles, merced a una capellanía dotada con doscientos ducados de
oro, que diez años antes había fundado, por su mucha devoción a la
Sagrada Imagen, el loreño Marcos de Barrios, fraile jerónimo del
monasterio de Guadalupe, lo que contribuyó a una cierta asiduidad del
culto en el Santuario por mucho tiempo. A ello hay que unir la tarea
pastoral desempeñada por el Prior de Setefilla, y la del Capellán que
desde el siglo XVIII sostuvo la Cofradía de Nuestra Señora, del cual
conocemos que decía Misa en la Ermita los días festivos y durante la
Cuaresma.
Los últimos años del siglo XVI conocieron también la transformación
de la Imagen. En 1592, cambiadas las ideas y gustos, Nuestra Señora fue
vestida, por mandato del Cabildo Municipal, tal como hoy, con ligeras
variantes, la vemos y veneramos, es decir, con un vestido de gran dama, a
la moda española de la época, que ocultó su línea escultórica. A partir
de este momento, todo el atavío de la Virgen y el Niño fue
evolucionando, pero sin perder su traza primitiva, y, desde luego,
ganando en belleza y realzando los valores iconográficos de la Sagrada
Imagen con un rico ajuar acumulado al paso de los siglos.
Con ese fondo ambiental de la segunda mitad del siglo XVI, se fueron
sucediendo las primeras Venidas de la Imagen a Lora y sus
correspondientes Idas. En principio, la Sagrada Efigie era traída por un
reducido número de clérigos loreños, a los cuales se unían el Prior de
Setefilla y algunos Cofrades o Hermanos de Nuestra Señora, y en el
Palmar del Albadalejo, ya en las afueras de Lora, la Villa salía a
recibirla en procesión, presidida por el Concejo y el Clero, con la
imagen de San Sebastián. Después en la llamada puerta de Córdoba, cerca
de Santa Ana, el Prior de Setefilla entregaba oficialmente la Imagen,
con el compromiso de su devolución por parte de Lora. Una vez la Virgen
en la Iglesia Mayor, se hacían Rogativas, a veces también un Novenario
de Misas cantadas o Funciones, y, concluidas éstas, el Cabildo Municipal
decretaba su Ida.
En siglos posteriores, estos Traslados comenzaron a complicarse en la
forma, fijándose una serie de usos y costumbres, un culto y ceremonial
propio. Fecundo fue, en este sentido, el siglo XVII. En su discurso, las
Venidas e Idas son más populares, se ofrecen limosnas por llevar a la
Virgen, participan en los Traslados los frailes mercedarios y
franciscanos (1613), se queman fuegos y cohetes al recibir en la villa a
la Señora, durante su estancia se le dedican Funciones o Misas solemnes
con sermón, ahora ofrecidas por los dos Cabildos (Concejo y Clero) y
los propios vecinos (oficiales o artesanos y pobres del campo), aparecen
los regocijos o festejos organizados por éstos a su celebridad, y se
asocia al culto setefillano la imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno (1670). Durante el XVIII, la Cofradía fija el procedimiento a seguir
para las Venidas e Idas (1767), se introducen las pujas (1768),
Artesanos y Labradores, alternándose en el orden de una vez para otra,
celebran ya de modo fijo sus funciones gremiales (1716), se vinculan a
las fiestas litúrgicas de despedida las Doncellas (1773) y el Bailío, se
multiplican los Vítores para recordar las funciones de los Gremios, el
pueblo comienza a pedir la Virgen (1718), y se inician los Pregones para
anunciar los solemnes cultos y públicos festejos (Mascaradas) de los
Gremios.
En todo este proceso, todavía continuado en los siglos XIX y XX,
ritos marginales se fueron perdiendo y otros nuevos se incorporaron a la
tradición, los mismos, con ciertas modificaciones, guardados hasta
ahora.
Como dijimos, cauce y expresión de la devoción loreña, era la
Cofradía de Nuestra Señora, instituida a mediados del siglo XVI para
acompañar a la Virgen su titular cuando se trasladaba y velar por su
debido culto. En sus orígenes, estuvo formada por dos clases diferentes
de miembros: los Hermanos Mayores y los Hermanos Menores o simples
devotos. Los primeros, muy pocos, recibidos en la Cofradía con riguroso
criterio, fueron individuos de un estrato social alto, nobles o hidalgos
y personas de elevada condición, que gozaban de la prerrogativa de
asistir a los Cabildos de la Cofradía, siempre celebrados en grado de
Hermanos Mayores, y ocupar escaños preferentes en las fiestas litúrgicas
de la Virgen, 25 de marzo y 8 de septiembre, a las que acudían en
corporación, portando una vela encendida o hacha, sellada con una
“María”, para distinguirse del Común. De entre los Hermanos Mayores se
elegía periódicamente la Junta de Oficiales, compuesta por un Mayordomo,
que regía la Cofradía y presidía sus Cabildos y actos de cultos, dos
Alcaldes, un Escribano, dos Diputados de cuentas, y un Mayordomo de
librete. Desde muy temprano, el fervor que se tenía a la Imagen, trajo
consigo que la Cofradía de Nuestra Señora acumulase una serie de bienes,
resultado de donaciones: tierras, casas, objetos sagrados y fondos
provenientes de limosnas y tributos, cuya administración corría a cargo
del Mayordomo. Con estos recursos, la Cofradía pudo emprender algunas
acciones, siendo las más importantes en este período las que
correspondieron a las mayordomías de Alonso Ramírez de Montalbo
(1686-1703) y Juan Rodrigo Quintanilla y Andrade (1708-1727), al haberse
adquirido en el primer mandato las bellísimas andas de plata que hoy
posee la Virgen, realizadas por el platero sevillano Diego Gallegos, y
reconstruirse totalmente el Santuario durante el segundo.
La Virgen de Setefilla ha sido en todos estos siglos símbolo
eficacísimo, en el cual los loreños, sobre todo, y fieles de otras
partes han experimentado la cercanía del amor de Dios y la misericordia
de la Madre del Señor. Heredera espiritual de una larga tradición
histórica, proclamada por la Iglesia el 8 de septiembre de 1987. día en
que también fue Coronada Canónicamente, ante Ella rezamos las nuevas
generaciones, renovando los valores que conlleva el nombre glorioso de
Setefilla para todo nuestro pueblo, esto es, lugar alto de adoración y
polo espiritual, espacio sagrado donde hace más de siete siglos fue
entronizada la Virgen como Madre, Patrona, Reina y Señora de toda una
comarca que necesitaba recibir de esta Serranita Hermosa su divina
protección.