Las fiestas que se celebraban antes del siglo XIX eran fiestas de días sueltos, algunas de carácter fijo y otras, como queda dicho, por motivos y en momentos diversos. Pero el origen de estas fiestas grandes que celebramos en septiembre lo podemos situar en la primera o segunda década del siglo XIX.
Y ¿cómo nacieron? Pues parece ser que unos cuantos años antes de 1823 un grupo de labradores de Cintruénigo tuvo la iniciativa de recoger por las eras limosna de grano durante la época de la trilla y con los beneficios obtenidos de esta colecta sufragaron los gastos de una función solemne de acción de gracias a la Virgen de la Paz por los favores recibidos, por primera vez no lo sabemos.
¿Pudo ser el año de 1814 en que terminó la guerra de la Independencia contra los franceses? No sería ésta mala ocasión para darle gracias a la Virgen de la Paz; los años anteriores habían sido malos, levas forzosas y requisas de cosechas habían ensombrecido la vida de éste y de muchos pueblos y el final de aquello bien merecía que los cirboneros mostraran de nuevo su fe y su alegría.
El hecho es que lo bueno hace costumbre y los labradores siguieron con la suya en los años siguientes hasta que el 14 de agosto de 1823 se reúne el Ayuntamiento en sesión plenaria presidido por el alcalde Don Sebastián de Leoz y dice “es costumbre desde hace algunos años que las gentes de esta Villa manifiesten su devoción a la Virgen de la Paz y que celebre una función solemne, después de recogidas las mieses, en acción de gracias a dicha Señora y cuyo costo se suple de lo que producen las limosnas que se recogen al tiempo de la recolección”…..”y con el fin de que no falte en lo sucesivo tal devoción y para que se perpetúen los favores por este pueblo de la dicha Señora, se acuerda que dicha función sea popular y que se celebre como hasta aquí en uno de los domingos del mes de septiembre y que si no se recaudase lo suficiente se suplirá el déficit de las rentas de la Villa y pare que recaude y custodie las ofertas de los fieles se nombra a Juan Manuel Pérez por los años que lo lleva haciendo a satisfacción y confianza”. En una palabra, el Ayuntamiento toma cartas en el asunto y hace oficial una costumbre popular. Y, como se ve, de las distintas tradiciones que componen hoy nuestras fiestas, la primera en nacer fue la de la colecta para la Virgen de la Paz.
Al año siguiente se firma un acuerdo entre el Ayuntamiento y la Parroquia en el que queda establecido a perpetuidad que la función de gracias se celebre el 8 de septiembre y el Obispo de Tarazona lo aprueba.
Todavía era pronto para que el Ayuntamiento editara programas y se formara cola en la plaza para recogerlos el primer día de la novena: por eso no sabemos exactamente cómo evolucionaron las cosas año tras años, pero hay noticias sueltas que nos dan una idea, como por ejemplo, es escándalo que se armó la noche del 7 de septiembre de 1834 cuando el pueblo exigía al alcalde Don Tomás de Navascués, con voces destempladas y griterío, que se trajera y se corriera al día siguiente un toro ensogado. Ese año el Ayuntamiento había pospuesto las fiestas porque todavía daba coletazos la epidemia de cólera que asoló y diezmó a la población durante el mes de agosto, y se temía que se reprodujera. ¡Menuda papeleta para el alcalde el tener que decidir entre el cólera morbo y la cólera del vecindario! Pero esto nos demuestra dos cosas: que la celebración ya tenía arraigo y que es también tradición antigua de nuestras fiestas eso de armarle bronca a la Autoridad pidiéndole otro encierro.
Entre pitos y flautas llegamos a los años 40 de otro siglo y nos encontramos con que hay novena, hoguera el día 7, Misa solemne y procesión el 8, fuegos y dos o tres novilladas, todo ello amenizado por la banda de música. Es decir, lo esencial de nuestro actual programa estaba establecido ya hace ciento cincuenta años.
Las novilladas las organizaba el Santo Hospital, que era por aquel entonces la empresa de la plaza y con los beneficios que obtenía, que rondaban los 1.600 reales, atendía a una buena parte de los gastos anuales que ocasionaba la atención a los enfermos pobres del pueblo y algunos transeúntes indigentes. El Hospital era propietario de los maderos con los que se cerraba la plaza del Ayuntamiento, que era donde se hacían las corridas: había días que se vendían más de dos mil entradas, además de lo que se cobraba por los balcones de las casas que daban a la plaza. Concretamente los de la actual casa de la Parroquia o casa de la Marquesa costaban 72 reales el grande del primer piso, 36 cada uno de los pequeños y 12 los del segundo piso. No debían ser pocas las molestias que ocasionaba a los vecinos ver convertidas sus casas en palcos de plaza de toros, hasta tal punto que alguno ofreció una buena limosna al Hospital a condición de que no hubiera novilladas.
Pero siguió habiéndolas, en un sitio o en otro, hasta hoy, con escasas y tristes interrupciones como cuando nos faltó la paz verdadera y aunque en las fiestas de nuestros días se hayan añadido innovaciones y esté la Avenida de Rubio profusamente iluminada, se proyecten películas de reciente estreno en el Cine Avenida o se dediquen días especiales al niño y al abuelo, ya sabemos que los abuelos de nuestros abuelos gozaban con las mismas cosas que nosotros porque, al fin y al cabo, éstas son las raíces de dónde venimos y por las que somos lo que somos.
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