La festividad de la Presentación de la Virgen María en el Templo, celebrada en Oriente desde el siglo VI, parece estar ligada a la dedicación de la iglesia de Santa María la Nueva en Jerusalén (543), la cual se convirtió en una de las doce grandes fiestas de la liturgia bizantina: “Después de tu nacimiento, divina Esposa, fuiste presentada en el Templo del Señor para ser elevada al lugar santísimo como Virgen santificada” (Lucernario).
Roma mostró más reserva con respecto a la tradición según la cual María, a la edad de tres años, habría sido presentada en el Templo de Jerusalén para rezar allí y servir a Dios, y así prepararse para su gran vocación. Esta hipótesis se propone en el evangelio apócrifo titulado el protoevangelio de Santiago, probablemente compuesto en Egipto a mediados del siglo II. La Iglesia no consideró este texto como canónico, por su tardía datación y por lo abundantes hechos maravillosos contenidos en él.
Introducida en Aviñón en el siglo XIV, la fiesta de la Presentación fue reconocida por el papa Gregorio XI en 1372. Sin embargo, no fue incluida en el calendario litúrgico occidental hasta en 1585, por el papa Sixto V, en vista de la interpretación simbólica que se le puede dar: María es el modelo de la Iglesia que, como ella, se consagra al servicio de su Dios mediante la entrega total de su ser. La Virgen es también el verdadero Templo donde Dios establece su morada en el momento de la Anunciación, prefigurando así la Jerusalén celestial de la que el Cordero, que habita en ella, es la única antorcha (Ap 21, 23).
Esta fiesta establece así un vínculo entre el antiguo Templo de piedra y el Arca de la Nueva Alianza, el seno purísimo de la Virgen, sobre el que pronto descenderá la shejiná, esto es, la gloria del Dios vivo.
Extracto Homilía de Mons. Emilius Goulet de Montreal