Hace algunos años, durante una audiencia general de los miércoles, el papa Francisco decía:
"A propósito de la importancia del Bautismo para el Pueblo de Dios, es ejemplar la historia de la comunidad cristiana en Japón. Ésta sufrió una dura persecución a inicios del siglo XVII. Hubo numerosos mártires, los miembros del clero fueron expulsados y miles de fieles fueron asesinados. No quedó ningún sacerdote en Japón, todos fueron expulsados. Entonces la comunidad se retiró a la clandestinidad, conservando la fe y la oración en el ocultamiento. Y cuando nacía un niño, el papá o la mamá, lo bautizaban, porque todos los fieles pueden bautizar en circunstancias especiales. Cuando, después de casi dos siglos y medio, 250 años más tarde, los misioneros regresaron a Japón, miles de cristianos salieron a la luz y la Iglesia pudo reflorecer. Habían sobrevivido con la gracia de su Bautismo. Esto es grande: el Pueblo de Dios transmite la fe, bautiza a sus hijos y sigue adelante. Y conservaron, incluso en lo secreto, un fuerte espíritu comunitario, porque el Bautismo los había convertido en un solo cuerpo en Cristo: estaban aislados y ocultos, pero eran siempre miembros del Pueblo de Dios, miembros de la Iglesia. Mucho podemos aprender de esta historia". (15 de enero de 2014)
Tal vez, el Papa Francisco proponía este increíble hecho de la historia de la evangelización tras la publicación en L´Osservatore Romano, solo unos días antes (el 10 de enero), del hallazgo de unas catacumbas en Taketa (prefectura de Oita).
El Papa, que como obispo y como cardenal, habló varias veces de su deseo de haber sido misionero en el Japón, sin duda, recuerda la historia de los primeros sacerdotes que llegaron, tras siglos de persecución, a las tierras niponas. Sucedió en 1863 y se trataba de dos sacerdotes franceses de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París, los padres Louis Furet y Bernard Petitjean.
Llegaron a Nagasaki con la intención de construir una iglesia en honor a los 26 mártires de Japón. Se trata de san Pablo Miki y sus compañeros mártires que fueron ejecutados mediante crucifixión el 5 de febrero del año 1597 en Nagasaki, Japón. La ejecución se llevó a cabo por orden de Toyotomi Hideyoshi1 en el marco de la persecución del cristianismo promovida durante su gobierno, con objeto de granjearse el favor de las sectas budistas y evitar la influencia de las potencias extranjeras en la política interior. Beatificados en 1627, el beato Pío IX los había canonizado el 10 de junio de 1862.
La construcción de la iglesia finalizó en 1864. El 17 de marzo de 1865, poco
después de terminada la catedral original, el padre Petitjean vio a un
grupo de personas de pie enfrente de la catedral. Ellos le pidieron al
sacerdote que les abriese las puertas. A medida que el sacerdote se
arrodilló ante el altar, una mujer de edad mayor del grupo se le acercó y
le dijo:
"Tenemos el mismo sentimiento en nuestros corazones que usted. ¿Dónde está la imagen de la Virgen María?"
El padre Petitjean descubrió que estas personas eran de la cercana aldea de Urakami y eran kakure kirishitans (cristianos ocultos), descendientes de los primeros japoneses cristianos que permanecieron ocultos posteriormente a la rebelión de Shimabara en 1638.
Una blanca estatua de mármol de la virgen María fue traída desde Francia y colocada en la iglesia para conmemorar este evento. El relieve de bronce que se conserva a día de hoy en el patio muestra la memorable escena del descubrimiento.
El 15 de mayo, una embarcación llena de cristianos llegó de una isla cercana. Los misioneros los hacen regresar (todavía estaba vigente la pena de muerte para los católicos): "Solo que se queden el catequista y el jefe". Los misioneros constatan, una vez tras otra que la fórmula empleada para bautizar era la misma que la suya... Por su parte, aquellos dos hombres examinaron a los misioneros. Preguntaron primero por el nombre del Gran Jefe del Reino de Roma. El padre Petitjean dijo que Pío IX... La segunda cuestión sobre la que se les examino fue directa: "¿Ustedes no tienen hijos?" Cuando los sacerdotes declararon que eran célibes, ellos se inclinaron pegando la frente al suelo, mientras exclamaban: "¡Ellos son vírgenes! ¡Gracias, gracias!".
En poco tiempo, decenas de miles de cristianos clandestinos por fin dejaron de ocultarse en la zona de Nagasaki. Las noticias de este acontecimiento llegaron al beato Pío IX, quien declaró esto como el milagro del oriente.
Tal vez, por eso, nos ha llegado siempre el relato unido. Precisamente, hace unos días, don José Francisco Fernández de la Cigoña recordaba en su blog como se popularizó la famosa anécdota: "Después de la matanza de Shimabara (1637), en que el cristianismo nipón se dio por erradicado, Japón cerró sus puertas a Occidente hasta mediados del siglo XIX. El 17 de marzo de 1865, uno de los primeros misioneros, el padre Bernard Petitjean, de las Misiones Extranjeras de París, recibió la visita de un grupo de personas que le hizo un examen consistente en tres preguntas: si él era célibe, si prestaba obediencia al Papa de Roma y si en su templo se rendía culto a la Virgen María. Al recibir respuestas afirmativas, Yuri, la portavoz del grupo, concluyó: -Nosotros y usted, padre, somos un solo corazón. Y el padre Petitjean descubrió con asombro que en Japón existía una Iglesia oculta que continuaba la del siglo XVI".
Al igual que tres siglos antes, en los primeros años del siglo XX Nagasaki volvió a ser la ciudad con más fuerte presencia católica en Japón.
En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, dos de cada tres católicos
japoneses vivían en Nagasaki. Pero en 1945 sufrieron un nuevo y terrible
exterminio. Entre las víctimas de la bomba atómica de Nagasaki
desaparecieron en un día dos tercios de la pequeña pero vivaz comunidad
católica japonesa. Una comunidad casi desaparecida dos veces en tres
siglos. Esta vez no por una persecución, sino por la bomba atómica. Eso
sí, por mandato del presidente Harry Truman, miembro de la masonería.
Ese año, Truman fue nombrado 33 Soberano y Gran Inspector General además
de miembro honorario del consejo supremo en Washington D.C.
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