Hoy por casualidad he descubierto una advocación de la virgen que no conocía y que me gustaría compartir con todos ustedes. Se trata de la advocación “Nuestra Señora del Adviento”.
Cuentan que fue el arzobispo Francis Stafford, en 1991, el que solicitó al Vaticano un día de fiesta dedicado a Nuestra Señora del Nuevo Adviento para la archidiócesis de Denver. La fecha que asignaron como día de su festividad fue el 16 de diciembre.
Tras conocer que el 16 de diciembre se celebraría esta festividad , encargaron al jesuita Padre McNichols la creación de un icono que fue presentada y bendecida por Juan Pablo II durante la Jornada Mundial de la Juventud de 1993 celebrada en Denver.
Es bonito pensar, ahora que todos los cristianos nos preparamos para una nueva venida del Señor, con qué alegría y estremecimiento se preparó María, la gran protagonista del Adviento, para tan gran acontecimiento, para la fiesta más señalada de su maternidad. Una auténtica maternidad biológica, humana y natural, y, al mismo tiempo, una maternidad sobrenatural. Con su fe, su amor y su cuerpo, da luz a la Vida divina en una maternidad enteramente humana, porque el cuerpo humano de Jesús creció y se desarrolló realmente durante nueve meses en el seno virginal de María. La Virgen Madre aportó a la humanidad de Cristo todo lo que las otras madres aportan a la formación y crecimiento de sus hijos.
Es más, en la exhortación apostólica Marialis cultus, de Pablo VI, recuerda que “los fieles que trasladan de la liturgia a la vida el espíritu del Adviento, al considerar el inefable amor con que la Virgen Madre esperó al Hijo, se sienten animados a tomarla como modelo y a prepararse, vigilantes en la oración y jubilosos en la alabanza, para salir al encuentro del Salvador que viene. (…) El tiempo de Navidad constituye una prolongada memoria de la maternidad divina, virginal, salvífica de Aquella “cuya virginidad intacta dio a este mundo un Salvador” (16): efectivamente, en la solemnidad de la Natividad del Señor, la Iglesia, al adorar al divino Salvador, venera a su Madre gloriosa: en la Epifanía del Señor, al celebrar la llamada universal a la salvación, contempla a la Virgen, verdadera Sede de la Sabiduría y verdadera Madre del Rey, que ofrece a la adoración de los Magos el Redentor de todas las gentes (cf. Mt 2, 11); y en la fiesta de la Sagrada Familia (domingo dentro de la octava de Navidad), escudriña venerante la vida santa que llevan la casa de Nazaret Jesús, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, María, su Madre, y José, el hombre justo (cf. Mt 1,19)”.
La figura de María está unida a la misión del Hijo. “Dará a luz a un hijo a quien pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. El enriquecimiento de María por su maternidad es grande, es más, podríamos decir con audacia, que infinito. María se introduce en la corriente trinitaria de amor. Como Hija sabe mejor qué es el amor filial de recibir la vida del Padre. Cumple la Voluntad del Padre como Amada. Como Esposa aprende a dar siendo su vida un don al Hijo engendrado. Como Madre sabe lo que es dar ser y darse con el cuidado y la originalidad de ser para el Hijo.
“El camino por el que Jesús ha venido al mundo se llama María. Nadie, pues, mejor que Ella nos puede enseñar cómo se preparan los caminos para la venida del Señor. Ella, desde Nazaret a la montaña de Judea, es portadora de Cristo, encerrado en su seno virginal, ante cuya presencia Juan el Bautista saltó de gozo en el vientre de su madre. Esa función la sigue cumpliendo María a través de la historia.
"María sigue preparando los caminos del Adviento del Señor en nuestros corazones. No se puede separar a la Madre del Hijo, donde Ella está trae siempre consigo a Jesús, porque en Ella todo se refiere a Cristo, todo depende de Él. Por María somos siempre conducidos a Jesús. Ella cumple siempre una doble función, como en Caná; una función de intercesora que expone nuestras necesidades: “No tienen vino", y una función que consiste en mostrarnos el camino hacia el Maestro: “Haced lo que Él os diga” (…) María ha acogido al Señor como no lo ha hecho ni hará criatura humana alguna. El Sí de María al ángel de la Anunciación, es el Amén, la aceptación más plena e incondicional que se haya dado a Dios por parte humana. Ese Sí, pronunciado en el silencio de la casita de Nazaret, se contrapone al No de todas nuestras rebeldías, y resonará siempre a través de los siglos, de generación en generación, como un eco de la misericordia de Dios Salvador que se ha fijado en la pequeñez, mil veces bendita en su esclava. Esa respuesta de María de Nazaret, ese hágase en mí según tu palabra, nos manifiesta una disponibilidad total a los planes de Dios. Son como un cheque en blanco que se va a llevar, por caminos desconcertantes, hasta el pie de la Cruz (…) Ninguna persona humana ha tenido tal actitud de entrega y sumisión confiada a las promesas de Dios como María. Ella es la tierra óptima que acoge la semilla de la Palabra”. (+ Mons. Antonio Ceballos Atienza, Obispo de Cádiz y Ceuta, “Santa María del Adviento, modelo de vigilancia, preparación y acogida del Señor”, noviembre de 2006).
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