El título de Reina se le da a María
Santísima desde los primeros siglos como indicación de su poder y preminencia, que los recibe de aquel que es el Todopoderoso: Su Hijo,
Jesucristo. A partir del siglo V, casi en el mismo período en que el
Concilio de Efeso proclama a la Virgen ‘Madre de Dios’, se comienza a
atribuir a María el título de Reina (Juan Pablo II, Audiencia General del 23 de julio del 1997).
En las Letanías Laurentanas (cuyo origen
se suele situar hacia el año 1500 en el santuario de Loreto) se ve
asociado el título de Reina a otros secundarios como Reina de los
Ángeles, de los Profetas, de los Apóstoles, entre otros.
Su Santidad Gregorio XVI, mirando con
buenos ojos los trabajos apostólicos de San Vicente Palloti y de la
Sociedad naciente, les ofreció la Iglesia de San Salvador in Onda, así
como el convento anexo a la misma.
Procediendo a las reformas necesarias,
el Santo aprovechó la primera oportunidad para adornar el prebisterio
con una magnífica pintura representando la venida del Divino Espíritu
Santo sobre Nuestra Señora y los Apóstoles, que se encontraban reunidos
en el Cenáculo en oración unánime, suplicando y esperando la venida de
este mismo Espíritu consolador, prometido por Jesucristo.
Fue en esa escena conmovedora y
milagrosa, que se inspiró San Vicente Pallotti al colocar la nueva
Sociedad bajo la tutela y protección de María Reina de los Apóstoles.
En ese cuadro está insinuado todo lo que
él espera de sus hijos: una vida espiritual de intensa oración y un
gran apostolado fecundo. Como en el principio los Apóstoles, él desea
que sus hijos se unan a la Reina, por medio de una sincera y profunda
devoción, al fin de alcanzar las luces y las gracias del Divino
Espíritu, para que sean otros apóstoles, intrépidos y valientes
propagadores del Reino de Cristo.
La sociedad del Apostolado católico no
podría haber recibido mayor Patrona que María Santísima; ninguna
invocación de María podría ser más acertada y expresiva que esta Reina
de los Apóstoles, porque en el cuarto del Cenáculo se encuentra la
síntesis perfecta del ideal del Fundador y de la finalidad de la
Fundación.
María, “lleva siempre a Jesús, como la
rama su fruto, y lo ofrece a los hombres. Ella irradia a Jesús. El verbo
“irradiar” indica la naturaleza del apostolado, que es siempre y ante
todo “recepción”, “asimilación” y “testimonio” de ese Cristo que anuncia
y se da. Y sabemos que en María esto tiene sentido mucho más profundo
que en el caso de cualquier otro apóstol o santo.
María nos da a Cristo Maestro, Camino,
Verdad y Vida. Y nos lo da todo entero. Su acción no se agota en “dar a
Jesús”, sino que pretende formarlo en los hombres. Por eso, María “forma
y alimenta el Cuerpo místico”. De este modo se convierte en modelo de
todo apostolado. Por ser modelo fundamental para quien ha sido llamado a
dar a Jesús al mundo, María es Reina, es decir, el vértice sumo y
perfecto, la inspiradora y protectora de toda misión apostólica y de
todo grupo o persona que se mete en el campo del apostolado.
Los maternales cuidados de María se
dirigen de manera especial a los apóstoles –sacerdotes, religiosos y
religiosas y laicos consagrados- que continúan en la Iglesia su misión
de “dar a Jesús al mundo”. Y no sólo eso, sino que se convierte para
este escuadrón de personas en consejera, consuelo y fuente de energías,
como lo fue para los apóstoles reunidos en el Cenáculo a la espera del
Espíritu: “María tiene el cometido de formar, sostener y coronar de
frutos a los apóstoles de todos los tiempos”.
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