La devoción a Nuestra Señora de la Encarnación, venerada en la que fue Iglesia Prioral de Nuestra Señora Santa María de Setefilla, tiene sus orígenes en la Edad Media, a raíz de la labor colonizadora, llevada a cabo por la Orden de San Juan del Hospital de Jerusalén, en la región que los castellanos llamaron Septefilas o Sietefilas, donada por el rey Fernando III al Priorato castellano-leonés de dicha Orden poco antes de mediar el siglo XIII.
Este territorio, convertido en una bailía por los caballeros hospitalarios de San Juan, incluía en su alfoz siete plazas o fortalezas, sujetas a la autoridad de un Comendador o Bailío: las villas de Setefilla y Lora con sus castillos, y los castros o lugares de Almenara, Peñaflor, Malapiel, Algarín y Alcolea.
Aunque Lora era cabeza o capital de todas ellas y sede del Consejo Municipal, destacábase la que había sido fortaleza árabe de Shadfilah o Shant-Fila, enclavada en el poblado de Setefilla, a dos leguas de Lora, ya que su excelente situación permitía controlar la ruta entre Córdoba y Sevilla, además de un amplio sector del valle del Guadalquivir. Esta circunstancia determinó que la bailía, o sea, la circunscripción entera, llevara en principio el nombre de este lugar, una vez sustituido el topónimo árabe por el latino Septefilas o el castellano Sietefilas (Setefilla), de una clara alusión a las siete sedes o villas del señorío sanjuanista.
El poblado, regido por el Consejo establecido en Lora, llegó incluso a celebrar feria o mercado anual, pero nunca debió ser grande, reduciéndose a un pequeño caserío y a una iglesia, la de Nuestra Señora Santa María, erigida por la Orden de San Juan en la segunda mitad del siglo XIII, a cuyo frente estaba, nombrado por su Priorato, un Cura-Prior o «freyre» de la misma.
Todo esto tuvo, en realidad, poca trascendencia, pues el lugar, de suelo pobre y dificultoso aprovisionamiento de agua, estaba llamado a despoblarse
Lo decisivo para la historia de Setefilla fue que su iglesia se dedicara a Nuestra Señora bajo la advocación del misterio de la Encarnación, y que para presidir el templo se hiciera esculpir en madera una Imagen gótica de la Virgen con el Niño de setenta y un centímetros de altura.
Mater Admirabilis, sentada sobre un castillete, con el Niño Jesús en su regazo en ademán de mostrarlo al pueblo, tenía la Virgen calzado negro y puntiagudo, cabellos dorados, el manto pintado de azul salpicado de estrellas y guardilla de oro, y túnica grana, traje típico de las galileas.
Pronto, la devoción hacia esta Imagen dulce de Nuestra Señora, prendió no sólo en la aldea, sino también en todos los lugares de la bailía, alcanzando fama de ser eficaz instrumento de gracias sobrenaturales, los amores y el consuelo de la región de Setefilla en todas sus aflicciones.
Se convirtió así la aldea en el principal centro religioso del señorío, y a su iglesia acudían los vecinos de la comarca y del bailiato en las fiestas litúrgicas principales, pero especialmente el 25 de marzo de cada año, día de la Encarnación del Señor y Anunciación de la Virgen, en cumplimiento de un voto o promesa que el Consejo de Lora, como cabeza rectora de la bailía, había hecho.
Desconocemos la razón de este voto, si se hizo porque la región de Setefilla, según creemos, acabó siendo cristiana un 25 de marzo (el del año 1247), o se formuló por una necesidad apremiante que agobiaba a la población, recabando la intercesión de la Virgen para librarse de ella.
Lo cierto es que el voto convocaba en la iglesia de Setefilla a no pocos vecinos. Sabemos, al respecto, que durante la noche anterior se hacía una vela pública, a la que asistían muchos devotos. Otros, en cambio, el mismo día de la fiesta, con los miembros del Consejo y algunos clérigos, salían en procesión desde la Iglesia Mayor de Lora (Ntra. Sra. Santa María de la Asunción) en dirección al poblado de Setefilla, en cuya iglesia se celebraba una Misa cantada con diácono y subdiácono, y otra Misa rezada afuera, utilizando para ello un altar al aire libre, el de la Salvación, a modo de capilla abierta encarada al atrio, en el que figuraba una pintura mural con el misterio de la Encarnación, solución que adoptó el Clero local para permitir la participación en los oficios religiosos a aquellos fieles que no cabían en el interior del templo. La fiesta, por otra parte, no debió carecer de sus regocijos populares, cantares, bailes y otras diversiones honestas, animadas a la hora de la comida por el Consejo con repartos de pan y queso y en ocasiones vino. Finalmente, llegada la tarde, los romeros asistían al oficio de Vísperas, iniciando a continuación el regreso a casa, satisfechos de haber cumplido el voto.
En 1534, los últimos habitantes de Setefilla abandonaron este solar, trasladándose a Lora. Pero al estar ya muy vinculada la devoción y fervor religiosos al lugar, se mantuvo abierta al culto su Iglesia Prioral, y en el despoblado continuó residiendo un Cura-Prior, casi siempre formado capellán en el convento sanjuanista de Santa María del Monte de Consuegra, en cuyas manos quedó el Beneficio eclesiástico de la Ermita: ricos ornamentos, tierras, bienes muebles, grandes cantidades de limosnas, ciertas primicias, e incluso los derechos de la feria, que tenía lugar anualmente el día de Nuestra Señora del mes de septiembre.
Para entonces, hacía más de medio siglo que Alcolea había pasado a ser encomienda de la Orden con jurisdicción propia, es decir, separada ya de la primitiva organización mancomunada de la bailía, y segregados del antiguo alfoz estaban también Peñaflor, Almenara y Malapiel.
Estos cambios en la estructura del señorío, unido a la despoblación de Setefilla, hicieron posible que Lora pasara a convertirse definitivamente en principal depositaria de la devoción a la Virgen y promotora de su culto. Así, el 2 de abril de 1551, por acuerdo de su Concejo, se renovó el voto del día de la Encarnación, dando el Cabildo loreño nuevas ordenanzas y recordando algunas antiguas, para que la Villa continuara cumpliendo su vieja promesa. Y fundadamente, aunque no tengamos referencias documentales anteriores a 1581, puede pensarse que, por lo menos desde mediados del siglo XVI, la Sagrada Imagen empezó a traerse a Lora por decisión del Concejo Municipal loreño, siempre con motivo de alguna necesidad o pública tribulación. Es más, para subvenir a estos traslados de la Virgen y como cauce y expresión de la devoción loreña, surgía y quedaba establecida en Lora por estas fechas la Cofradía de Nuestra Señora de la Encarnación, hoy Hermandad Mayor de Nuestra Señora de Setefilla.
Estas circunstancias, sin embargo, no entibiaron el fervor de los pueblos comarcanos hacia la Virgen venerada en Setefilla. Además de la fiesta de la Encarnación, desde el último tercio del siglo XVI existió la costumbre de reunirse en peregrinación fieles de Lora y de otros lugares cercanos en la Ermita el día de la Asunción, Nuestra Señora de Agosto. Y lo mismo ocurría el 8 de septiembre, al celebrarse la feria en los aledaños del Santuario.
Entre todos, tomó auge el día de la feria, pues al coincidir con la conmemoración litúrgica de la Natividad de la Santísima Virgen, el Prior de Setefilla, por mandato del Vicario de la Orden, a partir de 1587 inició una celebración de algunos cultos extraordinarios, destacando una solemne procesión de tercia con la Sagrada Imagen alrededor de la Ermita, a la que concurrían muchos devotos. Más tarde, este carácter religioso prevalecería sobre el mercantil, y el 8 de septiembre pasó a ser el día de la fiesta principal de la Virgen y de la romería.
El culto a Nuestra Señora en su Ermita no se redujo sólo a ese ciclo festivo. En 1590 comenzaron a decirse cincuenta y dos Misas al año, una cada miércoles, merced a una capellanía dotada con doscientos ducados de oro, que diez años antes había fundado, por su mucha devoción a la Sagrada Imagen, el loreño Marcos de Barrios, fraile jerónimo del monasterio de Guadalupe, lo que contribuyó a una cierta asiduidad del culto en el Santuario por mucho tiempo. A ello hay que unir la tarea pastoral desempeñada por el Prior de Setefilla, y la del Capellán que desde el siglo XVIII sostuvo la Cofradía de Nuestra Señora, del cual conocemos que decía Misa en la Ermita los días festivos y durante la Cuaresma.
Los últimos años del siglo XVI conocieron también la transformación de la Imagen. En 1592, cambiadas las ideas y gustos, Nuestra Señora fue vestida, por mandato del Cabildo Municipal, tal como hoy, con ligeras variantes, la vemos y veneramos, es decir, con un vestido de gran dama, a la moda española de la época, que ocultó su línea escultórica. A partir de este momento, todo el atavío de la Virgen y el Niño fue evolucionando, pero sin perder su traza primitiva, y, desde luego, ganando en belleza y realzando los valores iconográficos de la Sagrada Imagen con un rico ajuar acumulado al paso de los siglos.
Con ese fondo ambiental de la segunda mitad del siglo XVI, se fueron sucediendo las primeras Venidas de la Imagen a Lora y sus correspondientes Idas. En principio, la Sagrada Efigie era traída por un reducido número de clérigos loreños, a los cuales se unían el Prior de Setefilla y algunos Cofrades o Hermanos de Nuestra Señora, y en el Palmar del Albadalejo, ya en las afueras de Lora, la Villa salía a recibirla en procesión, presidida por el Concejo y el Clero, con la imagen de San Sebastián. Después en la llamada puerta de Córdoba, cerca de Santa Ana, el Prior de Setefilla entregaba oficialmente la Imagen, con el compromiso de su devolución por parte de Lora. Una vez la Virgen en la Iglesia Mayor, se hacían Rogativas, a veces también un Novenario de Misas cantadas o Funciones, y, concluidas éstas, el Cabildo Municipal decretaba su Ida.
En siglos posteriores, estos Traslados comenzaron a complicarse en la forma, fijándose una serie de usos y costumbres, un culto y ceremonial propio. Fecundo fue, en este sentido, el siglo XVII. En su discurso, las Venidas e Idas son más populares, se ofrecen limosnas por llevar a la Virgen, participan en los Traslados los frailes mercedarios y franciscanos (1613), se queman fuegos y cohetes al recibir en la villa a la Señora, durante su estancia se le dedican Funciones o Misas solemnes con sermón, ahora ofrecidas por los dos Cabildos (Concejo y Clero) y los propios vecinos (oficiales o artesanos y pobres del campo), aparecen los regocijos o festejos organizados por éstos a su celebridad, y se asocia al culto setefillano la imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno (1670). Durante el XVIII, la Cofradía fija el procedimiento a seguir para las Venidas e Idas (1767), se introducen las pujas (1768), Artesanos y Labradores, alternándose en el orden de una vez para otra, celebran ya de modo fijo sus funciones gremiales (1716), se vinculan a las fiestas litúrgicas de despedida las Doncellas (1773) y el Bailío, se multiplican los Vítores para recordar las funciones de los Gremios, el pueblo comienza a pedir la Virgen (1718), y se inician los Pregones para anunciar los solemnes cultos y públicos festejos (Mascaradas) de los Gremios.
En todo este proceso, todavía continuado en los siglos XIX y XX, ritos marginales se fueron perdiendo y otros nuevos se incorporaron a la tradición, los mismos, con ciertas modificaciones, guardados hasta ahora.
Como dijimos, cauce y expresión de la devoción loreña, era la Cofradía de Nuestra Señora, instituida a mediados del siglo XVI para acompañar a la Virgen su titular cuando se trasladaba y velar por su debido culto. En sus orígenes, estuvo formada por dos clases diferentes de miembros: los Hermanos Mayores y los Hermanos Menores o simples devotos. Los primeros, muy pocos, recibidos en la Cofradía con riguroso criterio, fueron individuos de un estrato social alto, nobles o hidalgos y personas de elevada condición, que gozaban de la prerrogativa de asistir a los Cabildos de la Cofradía, siempre celebrados en grado de Hermanos Mayores, y ocupar escaños preferentes en las fiestas litúrgicas de la Virgen, 25 de marzo y 8 de septiembre, a las que acudían en corporación, portando una vela encendida o hacha, sellada con una “María”, para distinguirse del Común. De entre los Hermanos Mayores se elegía periódicamente la Junta de Oficiales, compuesta por un Mayordomo, que regía la Cofradía y presidía sus Cabildos y actos de cultos, dos Alcaldes, un Escribano, dos Diputados de cuentas, y un Mayordomo de librete. Desde muy temprano, el fervor que se tenía a la Imagen, trajo consigo que la Cofradía de Nuestra Señora acumulase una serie de bienes, resultado de donaciones: tierras, casas, objetos sagrados y fondos provenientes de limosnas y tributos, cuya administración corría a cargo del Mayordomo. Con estos recursos, la Cofradía pudo emprender algunas acciones, siendo las más importantes en este período las que correspondieron a las mayordomías de Alonso Ramírez de Montalbo (1686-1703) y Juan Rodrigo Quintanilla y Andrade (1708-1727), al haberse adquirido en el primer mandato las bellísimas andas de plata que hoy posee la Virgen, realizadas por el platero sevillano Diego Gallegos, y reconstruirse totalmente el Santuario durante el segundo.
La Virgen de Setefilla ha sido en todos estos siglos símbolo eficacísimo, en el cual los loreños, sobre todo, y fieles de otras partes han experimentado la cercanía del amor de Dios y la misericordia de la Madre del Señor. Heredera espiritual de una larga tradición histórica, proclamada por la Iglesia el 8 de septiembre de 1987. día en que también fue Coronada Canónicamente, ante Ella rezamos las nuevas generaciones, renovando los valores que conlleva el nombre glorioso de Setefilla para todo nuestro pueblo, esto es, lugar alto de adoración y polo espiritual, espacio sagrado donde hace más de siete siglos fue entronizada la Virgen como Madre, Patrona, Reina y Señora de toda una comarca que necesitaba recibir de esta Serranita Hermosa su divina protección.
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