Del sitio Gaudium Press:
Dada la
aguda ignorancia religiosa que reina en nuestros días, no faltan los que
piensen que la Iglesia da a Nuestra Señora el título de Madre del
género humano simplemente para describir de algún modo los sentimientos
afectuosos y protectores que Ella siente hacia los hombres. Puesto que
estos sentimientos son propios de las madres, por analogía Nuestra
Señora sería también nuestra Madre. Y siendo pobres mendigos con
relación a Ella, en su generosidad nos protege como si fuéramos sus
hijos.
La realidad, sin embargo, es muy
diferente. No somos hijos de la Virgen simplemente por una adopción
afectiva. Ella no es nuestra Madre sólo en el terreno ficticio o en el
orden sentimental, sino con toda objetividad en el orden verídico de la
vida sobrenatural.
Antes del pecado original,
nuestros primeros padres, que vivían en el Paraíso, fueron creados por
Dios para la gloria celestial, que podían alcanzar cruzando los umbrales
de esta vida en un tránsito que no tendría el dolor sombrío de la
muerte, sino el esplendor de una glorificación.
Sin embargo, el pecado original,
al romper la amistad con Dios en la que vivía la humanidad, cerró la
puerta del cielo a los hombres y obstruyó el libre curso de la gracia de
Dios hacia ellos. En otras palabras, con el castigo del pecado
original, los hombres perdieron todo derecho al cielo y a la vida
sobrenatural de la gracia.
Aunque no fue extinguida, es
decir, no perdió la vida terrenal, la raza humana perdió, eso sí, el
derecho a la vida sobrenatural. Y sólo podría recobrar esa vida
presentando a la justicia divina una expiación proporcionada a la
enormidad de su pecado.
No es apropiado discutir aquí la
naturaleza de este pecado. Es indudable que todos los teólogos, sin
excepción, afirman que el pecado de Adán no tiene nada en común con el
pecado de impureza, contrariamente a una versión muy difundida en el
pueblo. Pero la narración bíblica muestra claramente los refinamientos
de rebeldía que agravaron considerablemente el delito de nuestro primer
padre.
De hecho, uno de los elementos
para evaluar la gravedad de una ofensa es medir la dignidad de la
persona ofendida. Una misma impertinencia cuando se le dice a un hermano
es mucho menos grave que cuando se le dice a un papá. Un chiste común
entre colegas podría constituir una grave irreverencia si se hiciera a
un Jefe de Estado, y así sucesivamente. Ahora bien, Dios es
infinitamente grande. Por eso no es difícil evaluar la gravedad del
pecado original. Una ofensa hecha al Infinito sólo podía ser restaurada
convenientemente por medio de una expiación infinitamente grande. Y no
está en el poder del hombre, que es un ser contingente por naturaleza y
envilecido por el pecado, ofrecer al Creador un desagravio tan valioso.
Por lo tanto, aquello que nos unía a Dios parecía haber sido
definitivamente cortado, e irremediable la humanidad se arrojaba
locamente a la decadencia traída por el pecado.
Para remediar tan insoluble
situación, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, encarnándose en
el purísimo seno de la Virgen María, asumió la naturaleza humana sin
perder nada de su divinidad, y el Hombre-Dios, así constituido, pudo
presentarse a la justicia del Padre como el Cordero expiatorio del
género humano. De hecho, como Hombre, Nuestro Señor Jesucristo podía
ofrecer una reparación que era verdaderamente humana. Pero en virtud de
la dualidad de las naturalezas existentes en Él, esta expiación, aunque
humana, tenía un valor infinito, ya que consistía en la efusión generosa
y superabundante de la Sangre infinitamente preciosa del Hombre-Dios.
Así, en el sacrificio del
Calvario, Nuestro Señor apaciguó la justicia divina e hizo renacer para
el cielo y a la vida sobrenatural de la gracia, a la humanidad que
estaba absolutamente muerta en todo lo que tenía que ver con lo
sobrenatural. Si Dios, uno y trino, es nuestro Creador, la Segunda
Persona de la Santísima Trinidad, encarnándose, se convirtió en nuestro
Padre por un título muy especial, que es el de la Redención. Jesús, al
morir, nos dio la vida sobrenatural. Y el que da la vida es
verdaderamente padre, en el sentido más amplio de la palabra.
Si el género humano pudo
beneficiarse de la Redención, fue porque la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad se hizo Hombre, ya que el pecado de los hombres debía
ser reparado.
Ahora bien, si Jesucristo asumió
la naturaleza humana, lo hizo en la Virgen María, y así Ella cooperó de
manera eminente en la obra de la Redención, transmitiendo al Salvador la
naturaleza humana que en los designios de Dios era una condición
esencial para la Redención. Además, María Santísima ofreció a su Hijo de
una manera total y supremamente generosa como víctima expiatoria, y
aceptó sufrir con Él, y por Él, el océano de dolores que la Pasión hizo
brotar en su Inmaculado Corazón.
Así, pues, la Redención nos vino
por medio de la Virgen María, y su participación en la obra de la
resurrección sobrenatural del género humano fue tan esencial y tan
profunda que se puede afirmar que María cooperó para hacernos nacer a la
vida de la gracia. Por lo tanto, ella es, auténticamente, nuestra
Madre. Subrayando, pues, que no se trata de digresiones sentimentales o
literarias, sino de realidades objetivas que, aunque sobrenaturales,
son, sin embargo, absolutamente verdaderas, y por eso mismo son
sobrenaturales.
Invitando a los fieles a adorar al
Santísimo Sacramento, la Iglesia exclama en la Sagrada Liturgia:
"Quantum potes, tantum aude", es decir, "ten la audacia de amar tanto como
tu corazón te lo permita".
Lo mismo hay que decir a esta
altura. Ante la maravillosa realidad de la maternidad de María en
relación con los hombres, realidad que constituye una verdad seria,
teológica, profundamente medular, el hombre debe romper decididamente
para que se dilaten plenamente los estrechos límites de su corazón, sin
miedo, y navegue sin recelo por el océano de amor que se despliega ante
sus ojos. Los artificios de la retórica humana no son indispensables
aquí. Una reflexión madura de la realidad bastará para llenar al hombre
de amor.
De acuerdo con toda la doctrina
católica, San Luis Grignion de Montfort apunta a las grandezas de Maria
Santísima. Demostrando que es Madre, ¿qué es más conveniente y más
necesario que el conocimiento de la dignidad suprema y de la
misericordia insuperable que Ella posee?
Santo Tomás de Aquino dice que
Nuestra Señora recibió de Dios todas las cualidades con las que Dios
pudiera colmar a una criatura. Por lo tanto, Ella se encuentra en la
cúspide de la Creación, cimentando su trono por encima de los más altos
coros angélicos y siendo inferior únicamente al propio Dios, quien, como
infinito que es, está infinitamente por encima de todos los seres,
incluida Nuestra Señora.
Se acostumbra decir que Nuestra
Señora brilla más que el sol, tiene la suavidad de la luna, la belleza
de la aurora, la pureza de los lirios y la majestad de todo el
firmamento. Mucha gente asume que todo esto no pasa de hipérboles. Sin
embargo, estas comparaciones pecan por su irremediable deficiencia. El
sol, la luna, la aurora y todo el firmamento son seres inanimados y, por
lo tanto, están colocados en la última escala de la Creación. Es
inadmisible que Dios los haga tan hermosos dándole al hombre dones
menores. Y por esta misma razón, la más menospreciada de las almas de
aquellos que han muerto en paz con Dios tiene una belleza que supera
incomparablemente a la de todas las criaturas materiales.
¿Qué decir, entonces, de Nuestra
Señora, colocada incalculablemente más arriba no sólo de los más grandes
santos, sino incluso de los ángeles más exaltados en dignidad ante el
trono de Dios? Un campesino que fuera a asistir a la ceremonia de
coronación del rey de Inglaterra, volviendo a su ambiente nativo,
probablemente no encontrara otros términos para explicar la
magnificencia de lo que vio, sino afirmando que fue más hermoso que las
fiestas en la casa de don Tónico, el hombre menos pobre de la zona. Si
el rey de Inglaterra oyese esto, ¿qué otra cosa podía hacer además de
sonreír? Porque nosotros, cuando tratamos de describir la belleza de
Nuestra Señora en los escasos términos del lenguaje humano, jugamos el
mismo papel… y Ella también sonríe.
No es de extrañar, entonces, que
sea verdad de Fe que Dios se complace tanto con Nuestra Señora que
siempre concede una petición hecha a través de Ella, aunque no cuente
sino con su apoyo. Y que si todos los santos pidieran alguna cosa que no
fuera a través de Ella, no obtendrían nada. Porque, como dice Dante,
querer orar sin Ella es lo mismo que querer volar sin alas…
Así, pues, todas las gracias nos
vienen de Nuestra Señora, Ella es la medianera universal de todos los
hombres junto a Nuestro Señor Jesucristo.
Pero si todas las gracias nos
vienen de Ella, y si nuestra vida espiritual no es más que una larga
sucesión de gracias a las que correspondemos, o renunciamos a tener una
vida espiritual, o debemos entender que será tanto más dulce, más
intensa y más perfecta, cuanto más cerca estemos de ese único canal de
gracias que es Nuestra Señora. Dios es la fuente de la gracia, Nuestra
Señora el único canal necesario, y los santos meras ramificaciones,
venerables y dignas de gran amor, del gran canal que es Nuestra Señora.
¿Queremos tener la gracia
inestimable del espíritu católico? ¿Queremos tener la inapreciable
virtud de la pureza? ¿Queremos tener el tesoro sin precio que es el don
de fortaleza, queremos ser a la vez mansos y enérgicos, humildes y
dignos, piadosos y activos, meticulosos en nuestros deberes y enemigos
de los escrúpulos, pobres de espíritu, aunque vinculados a las riquezas
del mundo, en una palabra, fieles y devotos servidores de Nuestro Señor
Jesucristo? Vayamos al trono que Dios ha dado a Nuestra Señora, y en el
descanso amoroso de la Iglesia Católica, nuestra Madre, pidamos a
Nuestra Señora, también Madre nuestra, que nos haga semejantes a su
Divino Hijo.
Prof. Plinio Corrêa de Oliveira
extraído de El Legionario n. 378 del 10/12/1939