Adaptado del sitio Gaudium Press:
Bajo la hermosa advocación de Madre del Buen Remedio, que la Iglesia celebra el día ocho de este mes, (hoy), la Santísima Virgen se nos presenta como dispensadora de los auxilios sobrenaturales y materiales que nosotros, insuficientes y miserables como somos, necesitamos en medio de las penurias de este valle de lágrimas.
Pero ¿por qué "buen remedio"?
De hecho, el término remedio — que deriva del sustantivo latino remedium, así como del verbo remediare— denota una solución o lenitivo para cualquier tipo de necesidad. Aunque, efectivamente, se emplea mucho para designar una sustancia utilizada para sanar enfermedades físicas, también se refiere a todo aquello que puede prevenir, aliviar o eliminar un mal, incluso moral o espiritual.
Por otra parte, es razonable que los remedios le sean dispensados a un enfermo en proporción a las molestias que le afectan, ya que nadie busca curarse de una grave dolencia valiéndose de simples analgésicos, y mucho menos toma medicamentos fuertes y de uso restringido para el tratamiento de una indisposición.
Entonces, nos preguntamos: ¿qué "buen remedio" es ése que nos ofrece la Virgen? ¿Y qué tipo de mal pretende combatir?
Debido a la transgresión de nuestros primeros padres, el género humano fue afectado por la peor de las enfermedades: el pecado. Como canta un hermoso himno gregoriano dedicado a la Madre de Dios, estaba el universo "entero en amargura, entero en dolor, entero en peligro", pues "el enemigo lo dominaba todo"; sin embargo, por la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo, "se le dio al mundo moribundo un remedio no humano, sino divino". El P. Jourdain afirma también que la Virgen María trajo a la tierra a Aquel que puede curar completamente el peor de los males: "Dio a luz al autor de la salvación. El remedio todopoderoso, el único capaz de devolver la salud y la vida a la humanidad, vino de María".
Pues bien, si María nos ha dado este remedio supremo, ¿por qué no hemos de esperar de Ella todos los demás "remedios" que necesitamos? Como Madre extremosa, no podía concedernos grandes dádivas sobrenaturales sin estar atenta también a nuestras pequeñas carencias materiales. Esas mismas carencias, por cierto, están estrechamente relacionadas con el origen y desarrollo de la devoción a Nuestra Señora del Buen Remedio.
La Europa del siglo xii fue testigo de la interminable y encarnizada lucha entre católicos y mahometanos que, iniciada en la península ibérica en el siglo viii, se prolongó por un tiempo indefinido. Durante siglos de enfrentamientos, muchos cristianos de España, del sur de Francia y de Sicilia fueron hechos prisioneros y desterrados al norte de África y a Oriente Medio.
Estos hijos de la Iglesia, condenados a la más terrible esclavitud, estaban alejados de cualquier esperanza de rescate. No obstante, la Providencia divina no tardaría en enviarles, a través de un alma elegida, la solución a su cruel callejón sin salida.
De ascendencia franco-española, Juan de Mata probablemente naciera en el año 1160. Aunque sus datos biográficos se hayan perdido en la noche de los tiempos y, por tanto, sean inciertos, se cree que de joven presenció los malos tratos infligidos por los musulmanes a los cristianos en el puerto de la ciudad francesa de Marsella y, desde entonces, un fuerte deseo de trabajar en favor de esos desafortunados se apoderó de su espíritu, llevándolo a consagrarse a Dios. Tras estudiar Teología en París, fue ordenado sacerdote en torno a los 33 años.
Cuenta una antigua tradición que, durante la elevación de la hostia consagrada, en su primera misa, el santo tuvo una impresionante visión: se le apareció el Salvador, vestido con una túnica blanca sobre la que se dibujaba una hermosa cruz azul y roja, sosteniendo con sus manos a dos prisioneros cristianos. Manifestó su deseo de que fueran rescatados y, para ello, le pidió al recién ordenado sacerdote que fundara una orden religiosa en favor de la redención de los cautivos. Después de esta gracia, Juan de Mata decidió dedicar su vida para el cumplimiento de esa petición divina. Con la ayuda de un monje francés, San Félix de Valois, fundó la Orden de la Santísima Trinidad, aprobada por el papa Inocencio III el 17 de diciembre de 1198.
Sin embargo, ya al comienzo de su labor misionera tuvo que enfrentarse a un gran desafío material: ¿de dónde sacaría los medios económicos para el rescate de los cautivos? Los infieles sólo aceptaban liberar a los presos a cambio de cuantiosas sumas de dinero, pero éste, como dice el proverbio, "no crece en los árboles"…
Se dice que en el año 1202, en Valencia, el santo fundador se sentía profundamente angustiado por la escasez de recursos e imploraba al Cielo una intervención. Fue entonces cuando se le apareció la propia Virgen María y le entregó una bolsa llena de monedas, con las que pudo rescatar a muchos prisioneros. El hecho se repitió ocho años más tarde en la ciudad de Túnez.
Ahora bien, el fundador no fue el único que recibió la visita de María. En la madrugada del 8 de septiembre de 1212, fiesta de la Natividad de Nuestra Señora, mientras los rayos del alba penetraban lenta y majestuosamente a través de los vitrales de la capilla del convento y los religiosos cantaban el oficio divino, la Santísima Virgen se le apareció a San Félix de Valois revestida con el hábito trinitario y rodeada de cohortes angélicas. Le entregó el escapulario de la orden, expresando su deseo de que fuera impuesto a los cautivos rescatados.
Debido a estas apariciones, Nuestra Señora del Buen Remedio es retratada con dos emblemas principales: la bolsa de monedas y el escapulario con una cruz, cuyos colores simbolizan la Santísima Trinidad: el blanco, base y principio de todos los colores, representa al Padre, que es ingénito; el azul, color de la carne humana magullada, alude al Hijo, herido en su humanidad durante la Pasión; y el rojo, figura del fuego divino que todo lo consume, hace referencia al Espíritu Santo.
En 1688 la Orden de la Santísima Trinidad proclamó a Nuestra Señora, Madre del Buen Remedio, como patrona suya. Casi tres siglos después, recibiría estatus oficial en la Iglesia mediante la carta apostólica Sacrarium Trinitatis, del papa Juan XXIII.
Fuera de los muros del convento de Marsella, donde por primera vez se veneró a la Virgen bajo ese título, enseguida se multiplicaron las representaciones. Una de las más difundidas es la que se encuentra hoy en la basílica de San Crisógono, de Roma, santuario confiado al cuidado de los trinitarios por el papa Pío IX en 1847. El autor del fresco, Giovanni Battista Conti, terminó la pintura de estilo neobizantino en 1944, en agradecimiento a la Santísima Virgen por haber preservado a Roma de los flagelos de la Segunda Guerra Mundial.
En Brasil, se puede venerar una copia de ese piadoso retrato en la basílica de Nuestra Señora del Rosario, de Caieiras (São Paulo). Situada en un lugar destacado, a la derecha del presbiterio, la imagen evoca los orígenes de la gran devoción de los Heraldos del Evangelio a esta advocación mariana.
Crisis espirituales, problemas familiares, enfermedades, dificultades económicas… ¿Quién está exento de los males de esta vida?
Como la más atenta de las Madres y verdadera Médica celestial, María Santísima nos acompaña siempre con su mirada tierna y compasiva, y está dispuesta a socorrernos en todo momento. Si jamás se ha oído decir que alguien acudió a Ella y quedó desamparado, ¡no seremos nosotros los primeros!
He aquí la lección que nos da Nuestra Señora del Buen Remedio. Así, cuando la Providencia nos visite con el sufrimiento, recordemos que basta con invocarla con filial confianza y obtendremos todo lo que necesitamos. Y si Ella no puede librarnos del dolor, estará a nuestro lado consolándonos y dispensándonos gracias abundantes para cargar nuestra cruz con fidelidad.