Del sitio Daroca Info:
VOY a contar la vieja historia de la Virgen Goda, de aquella Virgen que ahora yace
olvidada en un rincón de la suntuosa Colegiata. Prestad atención, lectores, pues tal vez os arranque un suspiro, y la
devoción haga brotar en vuestro pecho puros y delicados sentimientos.
En la confluencia de los ríos Tajo y Guadiela se eleva un monte, cuya roca, cortada hacia
el poniente, es inaccesible. Sobre la cumbre del monte se extiende una llanura y sobre la
llanura duerme la ciudad de Recópolis con sus torres y
palacios, con sus fuentes y jardines, guarnecida de murallas. La bella capital de la
Celtiberia, la suntuosa corte de Recaredo es amenazada de muerte por los guerreros del
rebelde Froya.
La gentil Euqueria, que apenas frisa en los veinte abriles, hállase prisionera, pues su
tío, el hermano de Recesvinto, se empeña en que abrace el arrianismo. Encerrada en su
palacio y postrada en una capilla ante un altar de la Virgen de los Milagros, suspira y
llora; llora porque su prometido, Juan Ruiz de Azagra, el
Señor de Santa Maria y dueño de dilatadas comarcas, no viene a auxiliaría con las
huestes de sus fortísimos guerreros.
Hermosa, muy hermosa es la princesa Euqueria; su cuerpo, en actitud orante, semeja una
bella escultura gótica de contornos ideales; sus dorados cabellos caen sobre su espalda
como haces de rayos de oro; sus ojos azules, impregnados de lágrimas, parecen el arco
iris. Vedla postrada ante el altar de la Virgen; diríase que es un ángel desterrado que sufre divinos martirios.
La Virgen del Milagro, la Virgen de las maravillas, se compadece de su dolor. Euqueria ha
visto parpadear los ojos de la Virgen y se ha conmovido profundamente. Eurice, su esclava,
se aproxima, y mientras tiene en sus brazos el desmayado cuerpo de la princesa, ve que la
Virgen llora; por sus mejillas ruedan lágrimas como perlas, que al llegar al suelo se
tornan purpúreas, como granos de coral, como brillantes rubíes. Eurice las recoge para
hacerle un collar con cadenitas de plata sobre engarce de oro. ¡Bendita sea la Virgen de
las maravillas!
Mas, ¡ay!, que el enemigo se aproxima; el fuego y el hierro le preceden, y el hambre y la
peste le siguen. Por donde extiende sus alas de exterminio, las plantas no vuelven a
reverdecer jamás. ¡Mal haya el sanguinario y poderoso
Froya ! ¡Maldición sobre sus campamentos!
Ya viene, ya viene el rico godo, caudillo de galos y vascones, el
soberbio Froya que, con pretexto de defender el derecho de rey electivo, intenta arrebatar
el trono al hijo de Chindasvinto. ¿Quién podrá contar el número de sus guerreros?
Altos, rubios, bravos y fieros, sobre caballos cubiertos de perpuntas y lorigas, sobre
carros erizados de cortantes hierros, tremolando policromas banderas, avanzan con la
rapidez de los vientos bramadores. Ya retiemblan los valles, ya las montañas se coronan
de lanzas y cimeras, ya el clangor guerrero zumba como relampagueante tormenta de granizo.
¡Ay de Recópolis! ¡Ay de la princesa de rubios cabellos, la de los ojos azules, si el
Conde de Santa María no viene en su auxilio!
La ciudad duerme tranquila, y el terrible Froya avanza por el oriente.
La noche tiende su negro manto; el viento suba, densos nubarrones se yerguen en el
horizonte, como torres fantásticas, como fabulosos monstruos. La pálida luna y las
moribundas estrellas brillan con fatídicos fulgores, cuando cruzan los cielos los
tempestuosos nublados.
Y la Virgen vierte lágrimas, como gotas de sangre, como granitos de
coral, porque sus hijos duermen y el enemigo avanza. ¡Ay de Recópolis!
Ya el jefe godo, al frente de sus galos y vascones, rodea la ciudad. A una señal echan
las escalas, y los arietes y catapultas, con repetidos golpes, derriban las murallas. Los
relámpagos brillan, los truenos ensordecen, inmensas llamaradas sacuden sus enrojecidos penachos de fuego. Las espadas no perdonan
a ancianos, niños y mujeres; la sangre corre por las calles, arden los edificios, el
viento de la tempestad propaga el incendio, y el pánico se apodera de todos los
corazones.
¡Ay de la princesa de ojos azules y dorados cabellos, que el incendio
ya invade su palacio y el Conde de Santa María no viene!
Ya alborea el naciente día, y el voraz incendio sigue causando estragos. Con el cabello
tendido, los ojos amoratados por el copioso llanto, desaliñado el vestido, sueltas las
hebillas que lo sujetaban, rotas las cadenillas de oro que lo guarnecían, ¿qué hace
Euqueria, asomada a la almenada torre de su palacio? ¿Qué mira? ¿A quién espera? ¿A
quién llama?
Por el mediodía, siguiendo la corriente del Guadiela, se vislumbra un escuadrón de
guerreros; sus caballos vienen ligeros como el viento; su caudillo cabalga en un soberbio
corcel y en su mano lleva un pendón, que flota al aire desplegado; en sus
crespones se ve un escudo con la Cruz roja en campo de plata, Cinco conchas y debajo este
lema : "Vasallos de Santa Maria".
Es D. Juan Ruiz de Azagra, Conde de Santa María y Señor de dilatadas comarcas. ¿A
dónde va con su gente de guerra? Va a salvar a su prometida y a prestar socorro a su rey
Recesvinto; pero éste tampoco ha llegado a la capital de la Celtiberia. Recópolis es ya
un montón de escombros y cenizas. En medio de la ciudad asolada, en lo más alto del
empinado monte, sólo se ve el palacio donde se venera la Virgen del Milagro y donde gime
prisionera la princesa de ojos azules, la preciosa Euqueria. Mas ¡ay!, que el incendio ya
llega hasta las techumbres, y sus puertas y maderajes son pasto de las llamas.
-Hemos llegado tarde -dice el Conde-; pero la imagen de la Virgen y el cuerpo de mi
adorada Euqueria no perecerán entre las llamas.
Y desmontando de su corcel, con precipitado paso, a través de los
hundidos edificios y de ennegrecidos cadáveres, se encamina hacia el palacio, envuelto en
rojizas llamas.
--¿A dónde va nuestro caudillo? Señor, sois temerario, y vais a
perecer.
-¡Dejadme! Si perezco, mis cenizas correrán la misma suerte que las
de la Virgen y las de Euqueria.
Esto diciendo, con valor inaudito y temeridad increíble, se lanza en
medio del incendio.
Ya ha atravesado los lienzos murales que rodean los jardines del suntuoso edificio; ya
sube por encima de los humeantes desprendimientos; ya se agarra a un candente hierro de la
rota y hendida pared, para penetrar dentro por un hueco; pero el hierro se desprende a su
peso y cae sobre un montón de ruinas; ya ha desaparecido; ya está dentro. ¡Ay del Conde, si la Virgen del Milagro no le protege!
Al pie del altar de la Virgen, con el cuerpo tendido en el suelo y la cabeza y los brazos
apoyados en el cuello de la sagrada imagen, encuentra el Conde a la desventurada Euqueria. "¡Euqueria! ¡Euqueria!" grita. Pero Euqueria no responde... Al verla exánime y el
rostro sin color, dos gruesas lágrimas ruedan por sus mejillas, mientras estampa un beso
sobre su pálida frente.
Inmediatamente toma en sus brazos el busto de la Virgen, y exclamando con voz trémula: "¡Ampárame, Virgen Maria!» sale por entre la humareda y rojizas llamas que invaden el
recinto. Si el humo no le ahoga, si no le abrasa el fuego, es porque le protege la Virgen
del Milagro.
Apenas salva del voraz incendio la santa imagen, presuroso torna otra vez al interior de
aquel horno encendido, y presto se le ve aparecer con el exánime cuerpo de la gentil
Euqueria. ¡Pobre niña, la de los cabellos de oro, la de los ojos de cielo! Se ha
agostado, como flor de un día, al calor asfixiante del voraz incendio.
El Conde de Santa Maria permanece estático y mudo ante el cadáver; sus ojos miran de un
modo intenso y extraño;
sus manos parece que están crispadas. Le preguntan y no responde; le tocan y no se mueve;
le montan en su caballo, y tienen que sostenerlo, porque sus miembros no le obedecen. ¡Ay
del Conde de Santa Maria! ¿Qué tiene, que el aire le falta para respirar, y parece que
va a exhalar el último suspiro?
Es que su espíritu se ha replegado dentro de sí mismo, y todo su pensamiento lo tiene
puesto en la Virgen de las Maravillas. ¡Vedlo! Parece que ya recobra la vida; lleno de fe
y de esperanza, en un momento de sublime inspiración, exclama delante de la Virgen: "Por
piedad, Virgen purísima, por el Dios que llevaste en tus entrañas, devuelve la vida a
esa tierna doncella que tanto te amaba! ¡Oyeme, Madre mía; hazlo por esta princesita,
que ha muerto de pena viendo que tus ojos vertían lágrimas como gotas de sangre;
óyeme!"
¡Oh, prodigio! ¡Oh, maravilla! La gentil Euqueria, como si despertara de un sueño,
levanta lánguidamente la cabeza, y dirigiendo una mirada de cariño a la Virgen, exclama con dulce y
argentina voz: "¡Madre!... ¡Dulce Madre mía! ..." Atónitos y mudos de asombro
permanecen algunos instantes los vasallos del Conde. Mas luego, llenos de sentimiento
religioso, prorrumpen: "¡Bendita sea la Virgen Coronada! ¡Qué buena es la Virgen del
Patrocinio! ¡Bendita sea!"
"Princesa de los dorados cabellos: ¿dónde colocaremos la imagen de la Virgen
milagrosa?" "En Agiria descansan los restos de la que me diera el ser... Sobre su tumba
quiero hacer una capilla, donde more la Virgen que me ha devuelto la vida. Allí le
rezaré las plegarias de mi infancia, aquellas tiernas y sencillas plegarias que me
enseñó mi madre."
Junto a las deleitosas márgenes del Jiloca se elevan dos soberbios montes; entre ellos
hay un valle, y en el valle se extiende la pequeña Agiria. Bajo una empinada roca, que
mira al sur, hay una iglesia, y en la iglesia una capilla, y en la capilla, una Virgen. Los niños y las doncellitas de Agiria le llevan
flores; las mujeres devotas la llaman Morenita, porque las llamas ennegrecieron su rostro,
y los ancianos la apellidan la Virgen del Milagro, la Virgen Goda.
¡Bendita sea la Virgen de las Maravillas! ¡Bendita sea