20 de abril de 2025

La fe triunfal de Nuestra Señora

Del sitio Gaudium Press:

El Sábado Santo, mientras el cuerpo de Nuestro Señor yacía en el sepulcro, en el alma de María obraron prodigios de confianza y de fe. En el Corazón de María, la Iglesia vivía en todo su esplendor.

Cuando el Cuerpo de Jesús fue depositado en el sepulcro, la Virgen regresó a su casa en compañía del Discípulo Amado.

Al volver a su recogimiento, los terribles sufrimientos del día la invadieron de nuevo, haciéndole sentir el peso de una gran soledad.

Para María, la tierra parecía vacía, porque faltaba Aquel que llena el universo con su presencia. Pero esperaba confiada la Resurrección, convencida de que tendría lugar pronto sólo porque Jesús se lo había revelado.

Su profundo dolor no había hecho tambalear su fe. La figura del Mesías glorificado

Al atardecer del sábado, una luz comenzó a iluminarse en el espíritu de María, que seguía enturbiado por su calvario. Para que su martirio fuera más digno de alabanza, Dios quiso que ganara una última batalla en su alma.

Así como la Encarnación del Verbo había tenido lugar en el momento en que la Virgen había completado en su mente la imagen del Mesías sufriente y redentor, la Resurrección tendría lugar cuando Ella hubiera consumado en su Corazón la figura del Mesías glorificado y exaltado.

Y la misma llama de fe que aquel día había sostenido la semilla de la Iglesia cristalizaría finalmente en la certeza de la Resurrección.

Pensó, oró y meditó en todas las glorias que su Hijo debía recibir por el cumplimiento de su misión entre los hombres y, al final de esta oración ante Dios, se produjo la unión del Alma santísima de Jesús con el Cuerpo purísimo que descansa en el Santo Sepulcro.

Eran las tres de la mañana de un domingo.

¡La luz que emanaba del Cuerpo sagrado de Jesús durante la Resurrección era tan intensa que haría palidecer la misma luz del sol!

En pocos instantes se encontraba de pie en el interior del sepulcro, tras haber atravesado el sudario bendito que lo había envuelto y que, además de ser una preciosa reliquia de la Pasión, se convirtió en la prueba de la Resurrección.

No hay palabras en el vocabulario humano para describir la gloria de aquella escena, rodeada de un festín de luces y de cantos angélicos.

Una inmensa alegría invadió el espíritu de la Virgen porque, incluso antes de aparecérsele, Jesús la había visitado en su Corazón.

Podría decirse que, si había muerto místicamente con su Divino Hijo al pie de la Cruz, también había "resucitado" con Él en la aurora pascual.

Puesto que María era el Paraíso de Dios -y, por tanto, del Verbo Encarnado-, quiso iniciar en Ella un nuevo régimen de gracias para el mundo, que tendría como punto de partida la resonante victoria del bien, el mayor golpe recibido por el demonio en toda la historia, ¡la Resurrección!

Poco después, una fuerte luz iluminó las tinieblas de la habitación de Nuestra Señora, y una presencia divina ahuyentó por fin, junto con las tinieblas de la noche, la prueba del alma de María: ¡era su adorable Jesús quien había venido a su encuentro antes que nadie!

A excepción de algunos ángeles que montaban guardia en el Santo Sepulcro, todos los coros de espíritus celestiales le acompañaban, entonando a su alrededor cánticos inefables que la Santísima Virgen no había oído nunca.

De las llagas de Jesús brotaban destellos de luz y su cuerpo brillaba como el sol, irradiando intensamente su divinidad. La emoción, el júbilo y el éxtasis abrasaron el Corazón de María. Si había soportado los peores sufrimientos que una madre pudiera concebir, en aquel momento su consuelo superó el dolor de todos los guanteletes que habían atravesado su alma.

No imaginemos, sin embargo, una convivencia meramente formal entre ambos... Aquella hora única en la historia estuvo llena de bondad y ternura, pues Nuestro Señor anhelaba consolar a su Madre por todo lo que había sufrido.

Entonces la cubrió de afecto, abrazándola y besándola muy cariñosamente. María, por su parte, tomó las manos de Jesús y quiso tocar sus santas llagas para venerar la Redención de los hombres.

Después de esta primera impresión, pudo escuchar las primeras palabras de su Hijo:

 - ¡Madre mía, alégrate!

- ¡Hijo mío! ¡Mi Divino Hijo! - respondió mientras lo abrazaba.

También la Virgen anhelaba expresar a Jesús los torrentes de su afecto. Como no le había sido posible, por expresa voluntad divina, consolarlo tanto como hubiera querido durante la Pasión, su alma seguía traspasada de conmiseración por sus sufrimientos.

El ambiente se llenó de una bendición sin igual, ¡incluso superior a la de la Nochebuena!

Aquel abrazo físico consistió en un largo intercambio de afecto, que para María se tradujo en un arrobamiento en el seno de la Santísima Trinidad. Más allá de un éxtasis ordinario, este fenómeno elevó su unión con Dios a un grado inimaginable.

A continuación, ambos mantuvieron una larga conversación, en la que Nuestro Señor explicó a su Madre muchos aspectos que aún no le había revelado sobre el significado de las distintas etapas de la Pasión y su relación con el futuro de la Santa Iglesia. Esta bendita convivencia duró alrededor de tres horas, concluyendo con el amanecer.

Había nacido el primer dies Domini de la historia, cuando Jesús iniciaría la secuencia de apariciones recogida por los evangelistas. María había sido elegida antes que nadie como testigo glorioso de la Resurrección.

Tomado, con adaptaciones, de: ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres.

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