San Alberto Magno hace una feliz aplicación de la historia de la Reina Ester a nuestra Reina María.
Esto es esencialmente lo que leemos en el cuarto capítulo del Libro de Ester, en la Biblia: Durante el reinado de Asuero, se publicó un edicto ordenando la muerte de todos los judíos. Mardoqueo, uno de los condenados, recomendó a Ester su seguridad, pidiéndole que interviniera ante el rey para obtener la revocación de la sentencia. Ester se negó al principio, por temor a enojar más a Asuero. Pero Mardoqueo la reprendió y la mandó a decir: "No pienses, que porque eres de la casa del rey, que sola salvarás tu vida, con exclusión de todos los judíos". Y agregó que el Señor la había elevado al trono precisamente para asegurar la salvación de la nación. Así habló Mardoqueo a la reina Ester.
Nosotros, pobres pecadores, condenados a un justo castigo, si alguna vez nuestra Reina María dudó en obtener de Dios nuestra liberación, tendríamos razón para hablarle con el mismo lenguaje:
Oh Soberana nuestra, estás en la casa del Rey, habiéndote Dios hecho Reina del universo; no pienses por tanto en salvarte tú sola, con exclusión de todos los hombres; porque vuestra elevación no fue para vuestro solo beneficio; si Dios os ha hecho tan grandes, es para poneros en mejores condiciones de compadeceros de nuestra miseria y socorrerla.
Asuero, cuando vio a Ester en su presencia, preguntó amorosamente el objeto de su visita. “¿Cuál es su petición?" le dijo. La reina respondió: “Oh mi rey, si he hallado gracia a tus ojos, concédeme mi pueblo, por el cual te imploro". Ella fue escuchada: una orden del rey revocó inmediatamente la sentencia de condenación.
Ahora bien, si Asuero concedió la salvación de los judíos a Ester, porque la amaba, ¿cómo podría Dios, que ama inmensamente a María, no escucharla, cuando Ella le ruega por los pobres pecadores que se encomiendan a Ella?
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