1 de octubre de 2018

Nuestra Señora del Silencio (I)

Del sitio Catholic.net:

La Virgen del Silencio, porque lo guardó siempre. No se sabe nada de su infancia ni de su juventud. Porque no existen documentos y, los evangelistas cuentan muy poco. María vivía en su silencio; cumplió su misión, hizo todo lo que debía, habló poco, casi nada. Debió ser una niña y una muchacha corriente, humilde y sencilla, trabajadora y obediente, sin destacar ni sobresalir en nada, recogida en su hogar y realizando sus obligaciones diarias.

Recibió en silencio el anuncio personal del sorpresivo misterio de la Encarnación. No lo dijo a nadie, ni siquiera a su esposo, aunque para él fuera un asunto de importancia, ante lo que se vería comprometido y carcomido por las dudas, por la posible infidelidad y el descrédito, que podría incluso culminar en la humillante prueba del divorcio; y, como “era un hombre justo, no quería denunciarla y resolvió dejarla ocultamente” (Mt 1,19), meditó sobre la situación y decidió ausentarse, para que todas las críticas recayeran sobre él por haberla abandonado.

La Virgen guardó en silencio su embarazo, no dijo a las mujeres de Belén que el que iba a dar a luz era nada menos que el Mesías. Amigos y vecinos la habrían felicitado; todos le hubieran dado entonces el mejor cobijo en sus humildes casas y sus parabienes. No sabemos nada de su vida en Nazaret. Aunque el no saber nada es saberlo todo. Es saber que era la hija, la esposa y la madre ideal, al servicio constante de sus deudos y familia, la perfecta madre y mujer de su casa, ocupada en sus deberes y entregada a su familia.

Luego, un día, su hijo rompió el silencio de su vida privada y se fue a predicar por los pueblos una doctrina revolucionaria, que le hizo conectar con las gentes y saltar a las primeras páginas de la opinión pública. De la noche a la mañana se convirtió en el judío más popular, aplaudido por el fervor de las multitudes. Y María se quedó en casa, sumer­gida en el sagrado silencio de su vida, en la espera de la reflexión y las noticias, mientras, Él recorría Palestina y ascendía en fama y gloria y sus seguidores se acordaban, el gentío y las sencillas voces populares preguntaban por su madre y glorifica­ban los pechos que lo amantaron. Ella no estaba allí, estaba recogida en el ángulo breve de su casita de Nazaret meditando en silencio las maravillas que Dios había hecho en torno a su persona irrelevante: “porque ha mirado la humilde condición de su sierva; porque, desde ahora, me llamarán bienaventurada todas las generaciones” (Lc 1,48).

Ver también: Nuestra Señora de la Misericordia de Valverde

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