Imaginemos que en cierta ciudad hay un rico terrateniente, el más grande de su tiempo. Este honrado señor quiere beneficiar a quienes trabajan en su campo concediéndoles favores mucho más opulentos de lo que merecen. Para ello, envía emisarios invitando a los transeúntes a acudir a su campo para cultivar sus tierras, concediendo a cambio la posesión de las mismas y parte de los tesoros contenidos en su valioso cofre de oro.
Sin embargo, aunque son muy pocos los invitados que atienden a su invitación, la bondad del terrateniente no se conforma con el número de jornaleros a los que beneficiará, y decide repartir los valiosos objetos de su cofre por las calles para convencer a los habitantes de la ciudad de que acudan a sus campos.
Para su sorpresa, muchos rechazan los tesoros, otros insultan a los mensajeros que llevaban el cofre y, por desgracia, no son pocos los que intentan tirarlo al suelo para destruirlo, pues afirman que su ciudad les resulta más atractiva que los tesoros ofrecidos, ya que son más seductores. Sin embargo, unos pocos, al ver el generoso regalo de aquel caballero, se ponen en camino hacia sus campos, con la intención de servir a tan amable propietario.
Cuál es su sorpresa cuando, a cambio, reciben no sólo tierras y parte del tesoro, ¡sino todo el cofre de oro!
"¡Pero si ésta es una ciudad de necios!", pensarán algunos lectores.
Sí, esta historia transcurre en nuestro [¿¡loco!?] siglo. Esta ciudad y sus habitantes somos nosotros; el dueño, Dios; el cofre rechazado, María Santísima, y los trabajadores, los hijos fieles de la Iglesia.
Al escuchar la primera lectura de la Misa de Vigilia de la Asunción de la Santísima Virgen María, nos damos cuenta de que David convocó a todo Israel en Jerusalén para transportar el arca del Señor al lugar que había preparado para su cobijo (cf. 1 Cr 15,3). En efecto, Dios quiso convocar a toda la tierra en Jerusalén, seno de la Santa Iglesia, para transportar el Arca del Señor, la Virgen Inmaculada, al lugar que había preparado para ellos: el Reino de María.
Dios quiso dar a la humanidad un tesoro preciosísimo, su propia Madre Santísima, rica en virtudes y gracias insondables, pero ha sido muy rechazada y olvidada en los últimos tiempos. Ni siquiera con sus innumerables apariciones, como las de Lourdes o Fátima, los hombres han sido capaces de prestar atención a sus palabras y profecías, porque el mundo los ha fascinado con sus fantasías y placeres seductores.
En Fátima, Dios prometió la instauración de su Reino mediante el triunfo del Corazón Sapiencial e Inmaculado de María; pero, ¿qué han elegido los hombres? ¿El reino de Satanás?
Los necios. Es decir, los que eligen los males del mundo y el pecado en lugar del tesoro más precioso de Dios: ¡María!
En efecto, ¿dónde están las promesas de paz y tranquilidad que anuncia el mundo? Guerras, muertes, incomprensiones, injusticias, escándalos y toda clase de males, eso es lo que ha sembrado este siglo, como ya había predicho Nuestra Señora en Fátima. Por el contrario, los que han decidido servir al Señor están dotados de los tesoros de las gracias y virtudes de Nuestra Señora. Están revestidos de las vestiduras de ese Reino venidero, es decir, de la vestidura de la integridad, de la ortodoxia y de la fe. Y por ello también reciben a cambio persecución e incomprensión, porque traen al mundo la presencia de ese Divino Dueño, Dios mismo, rechazado por los que pertenecen al mundo.
Hoy se tiene la impresión de que somos como los Apóstoles cuando vieron la partida de Nuestra Señora de este mundo. Ciertamente, la Asunción les causó cierta constricción y dolor por la ausencia de Aquella que prolongaba la presencia de Nuestro Señor. Sin embargo, sus almas estaban alegres, pues creían que Ella y Él seguían presentes en sus corazones.
Pero en este mundo, ¿dónde está la Virgen? ¿Dónde podemos encontrar sus tesoros, sentir su presencia? Uno tiene la impresión de que hoy en día la Virgen está "dormida" en relación con el mundo, pues intentan en vano arrojar esta Arca al suelo; la desprecian e incluso la insultan, como hacen con la Santa Iglesia.
Sin embargo, debemos recordar que permanece en el corazón de aquellos que la sirven con integridad de vida, sean cuales sean estos fieles bautizados.
Esta ausencia que sentían los Apóstoles, mientras tanto, preparaba el triunfo y la mayor gloria de Dios por medio de la persona de Nuestra Señora. En cierto sentido, pues, la venganza de Dios contra la obra de Satanás llegó a su culminación con la Asunción de María -precedida de su "dormición"-, siendo más humillante para los infiernos la subida a los cielos de Aquella cuyo talón aplasta eternamente la cabeza de la serpiente que la Resurrección y Ascensión del propio Nuestro Señor Jesucristo.
Así, en nuestros días, tales acontecimientos parecen revivir sobrenaturalmente, pues cuanto más parece alejarse de este mundo la presencia de Nuestra Señora, más cerca están su presencia y su intervención misericordiosa.
Llevar esta Arca del Altísimo -la devoción a la Virgen- con una fe elevada y gozosa es la súplica que Dios hace hoy a sus hijos, todavía en el calor de la solemnidad de la Asunción.
Por Guilherme Motta
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