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Aleteia:
"A Jesús por María": María intercede por sus hijos de la tierra y por los del purgatorio.
Se cuenta que en el cielo le llegó a oídos de Jesús que se habían colado algunas almas. Jesús se le acerca a san Pedro y le pregunta: “¿Qué está pasando aquí?”.
San Pedro le responde: “Según parece han entrado algunos sin tener por escrito tu autorización”.
Jesús le dice: “Pero, ¿qué pasa contigo? ¿Por qué no desempeñas bien tu trabajo?”. San Pedro, en un primer momento, no responde nada, porque ve que Jesús tiene la razón.
Pero en un segundo momento le dice: “Yo cumplo con mi misión. Yo mantengo cerrada la puerta, pero me han dicho que tu Madre coge las llaves, abre la puerta y termina metiéndolos. Señor, comprenderás que yo no puedo con tu Madre”.
Jesús le dice: “Ya me lo temía; pero mi Madre es mi Madre”.
María es pues la puerta del cielo porque el mismo Jesucristo se rinde ante los deseos de su Madre cuando intercede por nosotros. No le puede resistir.
Esto no quiere decir que entre Jesús y su Madre no existan diferencias sustanciales; las hay, por supuesto.
“Ninguna creatura puede ser puesta nunca en el mismo orden con el Verbo Encarnado y Redentor… La única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las creaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente”.LG, 62.
Jesucristo es el Redentor, es el camino que nos lleva al Padre y es la puerta del redil.
Y María, la llena de gracia, es la primera de las redimidas y es quien nos lleva a su Divino Hijo. Es la intercesora por excelencia, es nuestra Madre.
Cristo es mediador principal, porque nos ha redimido con sus propios méritos. Y su Madre es mediadora secundaria, subordinada a su Hijo.
Como se dice comúnmente: ‘A Jesús por María’. María es el camino para llegar a Cristo, EL CAMINO.
Así como María es el canal para que la segunda divina persona de la Santísima Trinidad se encarnara, ella también es el canal para entrar al cielo.
Es decir Ella nos ayuda a pasar la puerta verdadera que es Jesucristo.
Ella coopera en la distribución de la gracia. Y de la misma manera que todas las gracias concedidas a la tierra y distribuidas por María, Ella también lo hace con las almas del purgatorio.
En su oración litúrgica de la misa cotidiana por los difuntos, la Iglesia solicita la clemencia de Dios: la Iglesia pide para los difuntos la entrada en la eterna beatitud.
Y para obtener esta gracia no podría hacer nada mejor que encomendarse a la intercesión de la bienaventurada Virgen María.
María se ocupa de las almas del Purgatorio, pues tiene capacidad para intervenir en su favor.
Y si pide por ellas, serán auxiliadas y salvadas, porque la oración de María es eficaz y obtiene siempre su efecto.
Dios lo quiere así para honrar a su Madre. Recordemos el poder intercesor de María en las bodas de Caná.
Dios libera a las almas del purgatorio como acto de misericordia, acortando las penas.
Y esto no es por el mérito de las almas que allí purgan sino por la intercesión de la Virgen y los santos y por las oraciones de los que aún estamos aquí y pedimos por esas almas (la comunión de los santos).
Esto es confirmado por la Iglesia cuando dice que la Virgen María, según el proyecto de Dios, está asociada estrechamente a Cristo en toda su obra salvadora.
Y “con su múltiple intercesión, continua obteniéndonos la gracia de la vida eterna” (LG 62).
En la comunión de los santos (la Iglesia triunfante, la purgante y la militante) existe un vínculo de amor y un intercambio de bienes. Estos bienes espirituales son llamados el tesoro de la Iglesia.
“Pertenecen igualmente a este tesoro el precio verdaderamente inmenso, inconmensurable y siempre nuevo que tienen ante Dios las oraciones y las buenas obras de la Bienaventurada Virgen María y de todos los santos…”. Catecismo 1477.
Si nosotros podemos beneficiar a las almas purgantes, imaginemos cómo lo podrá hacer María Santísima que siempre es una Madre amorosa.
Sobre esta base teológica se entiende y se acepta la intervención de María en la liberación eficaz de las almas del purgatorio y en la liberación más rápida de algunas más que de otras.
Según la tradición, al papa Juan XXII se le apareció la Virgen María y le prometió que sacaría del purgatorio el sábado siguiente a la muerte a quien muriese con el escapulario del Carmen puesto. El sábado es el día dedicado a la Virgen María.
El Papa puso por escrito tanto la aparición como la promesa de la Virgen María en la bula sabatina en la primera mitad del siglo XIV. Tal es el privilegio sabatino a favor de quien lleve el escapulario y cumpla con las condiciones.
La aparición al papa Juan XXII significó la confirmación de la promesa que la misma Virgen María le hizo a san Simón Stock en el año 1251, de que quien muera con el escapulario no padecerá el «fuego eterno».
Desde hace más de siete siglos, muchas personas llevan el escapulario del Carmen para asegurarse la protección de María en todas las necesidades de la vida.
Y en particular para obtener, mediante su intercesión, la salvación eterna y una solícita liberación del purgatorio.
El privilegio del escapulario es una gracia que María Santísima obtiene de su amado hijo a favor de sus devotos como premio de su dedicación generosa.
Quien tenga la devoción al escapulario y lo use, recibirá de María Santísima a la hora de la muerte, la gracia de la perseverancia en el estado de gracia, sin pecado mortal, o la gracia de la contrición.
Pero el uso de este escapulario se ha de entender bien. Por parte del devoto, el escapulario es una señal de su compromiso a vivir la vida cristiana siguiendo el ejemplo perfecto de la Virgen Santísima.
La Santísima Virgen cumple con su promesa de llevar las almas del purgatorio al cielo el sábado siguiente a la muerte, siempre y cuando en vida hayan sido muy buenos cristianos, hayan vivido en gracia de Dios y al llevar el escapulario cumplan con las condiciones debidas.
Es decir el escapulario no es un amuleto o algo mágico que produzca por sí sólo determinados efectos. El escapulario tampoco se debe entender como una dispensa de las exigencias de la vida cristiana, como tampoco es garantía automática de salvación.
Según las enseñanzas de la Iglesia, la salvación eterna es fruto de la fidelidad del hombre a la palabra de Dios y de su colaboración a la gracia divina.
Sería peligroso y erróneo considerar que, para salvarse, sea suficiente llevar el escapulario, sin ninguna preocupación de vivir la fe y el amor.
Quien lleva el escapulario debe comprometerse a llevar una conducta ejemplar: el fiel cumplimiento de sus responsabilidades y su corresponsabilidad eclesial.
Por tanto el escapulario no garantiza acciones milagrosas por parte de la Virgen María para quien voluntariamente se obstina en el pecado aunque lleve el escapulario.
Lo que asegura es la asistencia continua a cuantos se esfuerzan en la lucha contra el pecado y perseveran en el bien.
Henry Vargas Holguín