Del sitio de la Iglesia Católica Apostólica Ortodoxa de Antioquía:
Después de la ascensión del Señor, la Madre de Dios permaneció bajo el cuidado del apóstol y evangelista Juan, y durante los viajes de este Ella solía quedarse en la casa de sus allegados cerca del Monte de los Olivos. Su función en la primitiva iglesia fue ser fuente de consolación y de edificación tanto para los apóstoles como para los creyentes.
Durante la persecución que inició el rey Herodes en contra de la joven Iglesia de Cristo (Hechos 12:1-3), la Madre de Dios y el Apóstol Juan se dirigieron a la ciudad de Éfeso en el año 43.
También viajó a Chipre para estar con Lázaro, el resucitado por el Señor, donde este era obispo, como también estuvo en el Monte Athos. San Esteban de la Santa Montaña dice que la Madre de Dios proféticamente dijo: “Dejad que este lugar sea entregado a mi Hijo y Dios. Yo protegeré este lugar e intercederé ante Dios por él”.
De acuerdo a la Santa Tradición, basada en las palabras de los mártires Dionisios el Areopagita e Ignacio el revestido de Dios, San Ambrosio de Milán tuvo la oportunidad de escribir en su obra “Sobre las vírgenes” que la Madre de Dios “era virgen no solo de cuerpo, sino también de alma, humilde de corazón, de pocas palabras, sabia en su mente, trabajadora y prudente. Su regla de vida era la de no ofender a nadie sino hacer el bien a todos”.
Las circunstancias en que sucedió la dormición de la Madre de Dios se conocieron en la Iglesia Ortodoxa desde tiempos apostólicos. Ya en el primer siglo de la cristiandad, San Dionisio el Areopagita escribió sobre su “dormición”. En el siglo II, la historia de que su cuerpo subió a los cielos la encontramos en las obras de Melitón, Obispo de Sardis. En el siglo IV, San Epifanio de Chipre hace referencia a la tradición sobre la “dormición” de la Madre de Dios. En el siglo V, San Juvenal, Patriarca de Jerusalén, le dice a la Emperatriz Bizantina Pulqueria: “pese a que no existen datos sobre su muerte en las sagradas Escrituras, sabemos sobre todo esto de la más antigua y creíble tradición”. Dicha tradición fue expuesta en la historia de la Iglesia de Nicéforos Callistos durante el siglo XIV.
En el momento de su dormición, la Madre de Dios estaba de regreso en Jerusalén. Día y noche perseveraba en la oración e iba con frecuencia al Santo Sepulcro. En una de esas visitas, el Arcángel Gabriel apareció ante Ella y le anunció que pronto dejaría esta vida. Así es que ella decidió visitar por última vez Belén llevando consigo las tres jóvenes que la atendían (Séfora, Abigail y Jael). Antes de esto le anunció a José de Arimatea y a otros discípulos que pronto partiría de este mundo.
En su oración, la Madre de Dios pidió que el Apóstol Juan viniera a verla por última vez. El Espíritu Santo lo trajo desde Éfeso. Después de la oración, María ofreció incienso y Juan escuchó una voz del cielo que concluía la oración de la Virgen y que decía “amén”. La Madre de Dios interpretó que la voz significaba que pronto los apóstoles y los discípulos llegarían hasta el lugar en el que ella se encontraba.
Los creyentes, reunidos en gran número a su alrededor, dice San Juan Damasceno, escucharon las últimas palabras de la Madre de Dios. Ninguno sabía la razón de encontrarse presentes en este lugar hasta que San Juan se acercó a ellos, con lágrimas, y explicándoles que el Señor había decidido juntarlos a todos nuevamente para la dormición de la Madre de Dios.
También apareció entre los presentes el apóstol Pablo con sus discípulos Dionisio el Areopagita, Hieroteos y San Timoteo y algunos de los setenta.
A la tercera hora del día (9 de la mañana) la dormición de la Madre de Dios se llevó a cabo. Los apóstoles se acercaron a su lecho y ofrecieron alabanzas a Dios. De repente, la luz de la divina Gloria resplandeció enfrente de ellos. El mismo Cristo apareció rodeado de ángeles y profetas.
Viendo a su Hijo, la Virgen María exclamó “mi alma magnifica al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi salvador por que ha visto la humildad de su esclava” (Lc 1:46, 48). Así entregó su alma a su Hijo y Dios; milagrosa fue la vida de la Purísima Virgen y maravillosa su dormición.
A partir de ese momento comenzaron a preparar el entierro de su cuerpo purísimo. Los apóstoles fueron los encargados de llevar su féretro sobre sus hombros. Esta procesión se realizó por toda Jerusalén hasta llegar al jardín del Getsemaní.
Un sacerdote judío de aquella ciudad llamado Efonio, lleno de odio, quiso tirar el féretro que transportaba el cuerpo de la Purísima Madre de Dios. El Arcángel Miguel cortó sus manos. Viendo esto se arrepintió y confesó la majestad de la Madre de Dios y así comenzó a ser un ferviente seguidor de Cristo.
Cuando la procesión llegó al jardín del Getsemaní, los apóstoles y los discípulos comenzaron a dar el último adiós a la Virgen María. Recién a medianoche lograron depositar el cuerpo dentro del sepulcro y sellar la entrada con una gran piedra.
Por tres días no se fueron de ese lugar, orando y cantando salmos. Por la providencia de Dios, el apóstol Tomás no estuvo presente en el funeral. Llegando el tercer día a Getsemaní se acercó a la tumba y allí lloró preguntándose por qué no se le había permitido a él presenciar la partida de la Madre de Dios. Los apóstoles decidieron abrir la tumba para que Tomás pudiera dar su último adiós. Cuando abrieron el sepulcro, solo encontraron sus lienzos y entendieron que su cuerpo también había sido recibido en los cielos por Nuestro Señor.
La tarde del mismo día, estando los apóstoles reunidos en una casa para poder comer, la Madre de Dios se les apareció y les dijo: “Regocíjense, estaré con ustedes todos los días de sus vidas”. Ellos exclamaron “Santísima Madre de Dios, sálvanos” iniciando esta exclamación que acompañará a la Iglesia eternamente.
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