Para el hombre contemporáneo, que carece de la noción simbólica de las cosas, dar o recibir un nombre no es más que una convención social, sin ninguna conexión más profunda con la persona a la que se da el nombre.
El concepto de los antiguos judíos, el pueblo al que se confió la Revelación, era muy diferente. En las primeras páginas de la Sagrada Escritura leemos que, tras formar de la tierra a las bestias del campo y a las aves del cielo, Dios las condujo hasta Adán para que recibieran de él un nombre. Y el autor sagrado concluye: "El nombre que el hombre dio a los seres vivientes, ése es su verdadero nombre" (Gn 2,19). Esto indicaba que el nombre dado por nuestro primer padre expresaba el atributo predominante de aquel ser, como reflejo de una perfección divina, según la cual se ordenaban los demás. Por tanto, constituía su definición ontológica.
De hecho, el pueblo de la Alianza consideraba que el nombre de una persona tenía un significado trascendente, sobre todo si era inspirado por Dios. Al profetizar la personalidad y la dignidad del Mesías, Isaías dijo que se llamaría Emanuel, que significa Dios con nosotros (cf. Is 7,14; 9,6). A su vez, cuando anunció a Zacarías que Isabel concebiría y daría a luz un hijo, san Gabriel reveló su misión y su nombre: Juan, que significa Yahvé es propicio (cf. Lc 1,13-17).
Del mismo modo, el nombre de la Madre de Dios también fue objeto de una revelación. El Arcángel Gabriel se lo dio a San Joaquín en la misma ocasión en que le dijo en sueños que su esposa concebiría, a pesar de su avanzada edad.
Así pues, el nombre es el símbolo de una realidad psicológica, moral y espiritual más profunda contenida en la persona. Por eso, el nombre de Nuestra Señora, como el santísimo Nombre de Jesús, debe considerarse símbolo de la virtud excelsa, de la misión, en definitiva, de todo lo que la Santísima Virgen es en verdad. El nombre de María es la afirmación de su gloria y de sus predicados interiores.
¿Hubo una circunstancia especial o un acto específico en el que la Niña recibió formalmente su santísimo nombre? ¿O, por el contrario, la costumbre de llamarla María se introdujo orgánica y casi imperceptiblemente, como resultado de una comunicación angélica?
La Ley mosaica era muy explícita sobre el procedimiento que debía seguirse con los varones recién nacidos, que debían ser circuncidados al octavo día (cf. Lv 12,3).
Como la circuncisión marcaba su incorporación oficial al pueblo elegido, en la época talmúdica se estableció la costumbre de que el niño recibiera su nombre en esta ceremonia, que normalmente le daba su padre. En cuanto a las niñas, sin embargo, nada había sido determinado por Moisés, ni siquiera por la tradición hebrea, lo que provocaba una gran variación en cuanto al momento de darles nombre. Por esta razón, el autor cree que los padres de Nuestra Señora comenzaron a llamarla María muy naturalmente poco después de su nacimiento.
Desde la época patrística, el santísimo nombre de María ha fascinado a los cristianos. Muchas de las especulaciones sobre su significado y etimología han dado lugar a títulos de alabanza, como Señora, Estrella del Mar, Amadísima, entre otros.
Algunos incluso han visto en este nombre una referencia a María, hermana de Moisés y Aarón (cf. Ex 15,20), elegida por Dios para cooperar con el profeta en la liberación del pueblo elegido de la esclavitud de Egipto, prefigura del Alma Socia Redemptoris, el Redentor, no sólo de los israelitas, sino de todo el género humano.
¿Qué significa, pues, glorificar el nombre de María? ¿Qué excelencias expresa? Si el nombre de Jesús manifiesta su gloria y su misión salvadora, puede decirse que el nombre de María expresa todas las perfecciones divinas, ya que "Dios Padre reunió todas las aguas y las llamó mar; reunió todas las gracias y las llamó María".
Consciente del poder inherente a los nombres de Jesús y de María, y de las abundantes bendiciones que brotan de su simple invocación, la Santa Iglesia ha consagrado a lo largo de los siglos fiestas litúrgicas y actos de piedad para alabarlos. El mismo saludo "¡Ave María!", tan extendido hoy en amplios sectores de la opinión pública católica, parece expresar el deseo de que el nombre de María esté siempre presente en las relaciones humanas, como símbolo y expresión de la realidad misteriosa, inefable y sacratísima que existe en ellas.
Al conmemorar este nombre, celebramos la gloria que Nuestra Señora tuvo, tiene y tendrá en el universo, y también la que posee en el Cielo. Ella es la Reina de todos los Ángeles y de todos los Santos, colocada en forma inconmensurable por encima de todas las criaturas, de modo que, en el orden creado, es el cono hacia el que todo converge, siendo nuestra Mediadora con Dios nuestro Señor.
En la tierra, sin embargo, la Virgen también debe ser glorificada. Sería normal que la Virgen María fuera venerada en la tierra y que su santísimo nombre fuera glorificado de un modo inexpresable.
Es simplemente una continua ocasión de dolor e indignación ver que la Santísima Virgen no es glorificada tanto como debiera a causa de los vicios, crímenes y maldades de los hombres.
Deberíamos ser tan celosos de la gloria de Nuestra Señora como niños en casa de su madre. Imaginad si alguno de nosotros podría sentirse bien cuando ve que se le niegan los honores y la atención a los que tiene derecho. Entonces, ¿cómo podemos ser felices en la tierra cuando se nos niegan los honores y atenciones a los que Ella tiene derecho?
Pidamos a la Virgen, tan vilipendiada por los hombres de nuestro tiempo, que acepte nuestra reparación por las muchas ofensas que continuamente recibe. Y que su santísimo nombre sea glorificado cuanto antes.
Plinio Corrêa de Oliveira
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