29 de marzo de 2024

Unamos nuestros sufrimientos a Cristo por medio de Nuestra Señora

Adaptado del sitio Catholic Exchange:

Cuando éramos niños, nuestras madres nos aconsejaban a menudo “ofrecer” nuestras pequeñas molestias y sufrimientos. Estábamos lejos de sospechar que esa simple frase contenía la clave para comprender el profundo misterio de la corredención. Como oncólogo, he tenido la oportunidad de profundizar en este concepto, mirando más allá del velo físico del sufrimiento y el dolor para captar la profunda realidad espiritual que muchas veces pasa inadvertida.

El Señor Jesús proclamó: "Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me acogisteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, estuve en la cárcel y vinisteis a verme" (Mateo 25:35-36). Al identificarse con el que sufre, el Señor Jesús muestra que es uno con los que están en aflicción. ¡Qué consuelo saber que compartimos la dignidad de Cristo cuando sufrimos!

En nuestro sufrimiento, también podemos acudir a la Santísima Virgen María. Al pie de la cruz, María fue fuente de consuelo y fortaleza para Jesús. Ella lo acunó en sus brazos mientras su cuerpo sin vida era bajado de la cruz, una imagen conmovedora conocida como “La Piedad”. Este momento resume la profunda unión entre el dolor extremo de María y las heridas salvadoras de Jesús. En nuestro propio sufrimiento, también estamos unidos a María, como estamos unidos a Cristo, herido y sin aliento, en el abrazo reconfortante de su Madre.

Jesús tenía hambre y María lo alimentó no solo como cualquier madre alimenta a su hijo, sino también mediante su obediencia al plan salvífico compuesto por la Encarnación, la Pasión y la Resurrección. Jesús tenía y tiene hambre de almas que estén dispuestas a abandonarlo todo en Él para unirse a la voluntad de Dios.

Jesús tuvo sed y María no solo le dio agua durante su niñez y sus viajes de predicación, sino también mientras sufría en la cruz, cuando dijo "Tengo sed" (Juan 19, 28). Tenía sed de amarnos cada vez más plenamente y de recibir nuestro amor a cambio. María se mantuvo resuelta al pie de la cruz, aunque casi todos los discípulos lo habían abandonado. Ella permaneció allí por el profundo amor que le tenía a su Hijo y a su Dios.

Para el mundo, que el Hijo de Dios llegara a ser un niño era una idea extraña. Sin embargo, María acogió a Jesús llevándolo en su seno durante el misterio de la Encarnación. Este acto de aceptación divina desafió la razón humana, pero este extraño a quien María acogió era el Hijo de Dios, el Salvador del mundo.

Después de soportar torturas y burlas, Jesús llevó su cruz al Calvario donde fue crucificado entre dos criminales (Lucas 23, 26-43). En la aflicción de Jesús, representado como un leproso arrojado al Calvario, María permaneció fiel al pie de la cruz, cuidándolo. Su cuerpo, cubierto de pies a cabeza por crueles heridas, como las de un leproso, soportó el peso de nuestros pecados. Cuando unimos nuestros propios sufrimientos a los de Cristo, María intercede por nosotros con sus oraciones. Ella presenta nuestros sufrimientos, unidos a la pasión de su Hijo, a Dios Padre, con miras a la expiación de nuestros pecados y de los del mundo entero.

Luego, el cuerpo de Jesús fue colocado en una tumba custodiada por soldados durante tres días antes de resucitar como vencedor (Mateo 27, 62-66). Durante este tiempo de encierro en la oscura tumba de la muerte, María oró incansablemente por Él, sin vacilar nunca en su esperanza y fe en su resurrección.

Asimismo, cuando afrontamos momentos de encierro físico y encarcelamiento por causa de la enfermedad, cuando nuestro cuerpo está limitado en sus movimientos, María viene a consolarnos. A través de sus constantes oraciones y su fe inquebrantable en la resurrección de su Hijo, Ella nos concede la gracia de perseverar. Ella intercede para que se nos concedan los dones del Espíritu Santo que nos guían en nuestro camino. Así como oró incansablemente por Jesús en sus pruebas, ora por nosotros en nuestras enfermedades y angustias. Su fe sigue siendo nuestra ancla y las gracias que obtiene nos impulsan hacia la patria celestial.

Unidos a Cristo y consolados por María, podemos encontrar sentido a nuestro sufrimiento. Al sostener firmemente el rosario en nuestras manos y meditar en los misterios de este, nos abrimos a las gracias que provienen de caminar más cerca de Jesús y María en la enfermedad y en todos nuestros sufrimientos.

Elie Dib

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