Mediante la Encarnación del Verbo en el seno purísimo de María, Dios, por un acto de su infinita bondad, creó los vínculos que lo ataron al género humano. Y Nuestra Señora, convirtiéndose en su Madre, pasó a ser también la Madre espiritual de todos los hombres.
En vista de esto, cuando Ella pide a su Divino Hijo por nosotros, es como una madre que intercede junto a un hijo en beneficio de otro hermano.
Es imposible no atenderla. Por eso los teólogos atribuyen a Nuestra Señora el título de Omnipotencia Suplicante. En virtud de sus insondables perfecciones, Ella siempre es oída por Dios en sus súplicas a favor nuestro, y nos obtiene de Él aquello que, por nosotros mismos, no mereceríamos.
¡Cuántos ejemplos prueban esa solicitud incansable de María hacia los hombres! Se comprende, así, la importancia de la intercesión de Nuestra Señora, cómo ella alivia nuestra penosa existencia y llena de júbilo nuestras almas. Cómo sería lúgubre la vida de un católico si no fuese por la protección de la Virgen.
Al contrario, cómo ella es leve, llena de esperanza, de perdón y de afecto materno, con la asistencia continua de María, ¡la Omnipotencia Suplicante!
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