Del sitio Mi Huelva descubridora:
La devoción a la Virgen Chiquita, Nuestra Señora de la Cinta, principia allá por el año cuatrocientos de nuestra era, cuando se le apareció a Juan el zapatero, mejor dicho, no Ella, sino su cinto o correa.
Juan Antonio, que así se llamaba aquel humilde zapatero, sintió un dolor muy intenso cuando transitaba por el antiguo camino de Gibraleón, lugar conocido en la actualidad por el Humilladero, pero antes de continuar, quiero plasmar aquí lo escriturado en un Antiquísimo libro, que nos dice así:
"Por la Patrona de Huelva, mi alma repica campanas, Cinta, Reina, Soberana, de los Cielos y la Tierra, desde mi más tierna infancia, te conocí Luna Llena, por eso vengo a tus plantas, a dedicarte mi poema.
Siempre quise saber más, de cómo se produjo su aparición, y era tanta mi obsesión, que casi llego a enfermar. Había leído con atención, todo lo que se ha llegado a publicar, y cuando menos lo podía esperar, tuve la enorme satisfacción.
De que me prestaran un buen día, un libro escrito hacía muchísimo tiempo, y al cogerlo un estremecimiento, todo mi cuerpo recorría. Su papel estaba amarillento, y dificultosa la grafía, pero en su portada: María, se leía con total discernimiento.
Una inusitada emoción, hizo temblar mis manos, y un sentimiento extraño, alteró mi corazón. Cual meticuloso ermitaño, me encerré en mi habitación, intentando contener la excitación, pero el esfuerzo resultó vano.
El libro estaba polvoriento, y sus filos gastados, lo abrí con sumo cuidado, y sin orden ni concierto, me fijé en un relato, del que no tenía conocimiento, y que ahora les cuento, pero haciéndoles un extracto.
Jesús en el cielo ya estaba, cuando en sueños María, a una tierra conocía, sin saber dónde se hallaba. Una plateada ría, sus orillas bañaba, y un mar la esperaba, bajo un sol que refulgía.
Cruzada por colinas suaves, y de exuberante verdor, auroras de intenso color, y de una hermosura inigualable, el magnífico esplendor, de una luz inagotable, y la belleza incomparable, de sus puestas de sol.
Maravillada por la belleza, de esa tierra desconocida, en su mente quedó prendida esta idea con fijeza: parece la tierra prometida, pero todos la llaman Huelva, y huele a madreselva, aún estando yo dormida.
Es tierra marinera, aunque observo el arado, y bueyes enganchados, trabajando sobre la era; también barquitos varados, de muchas y pocas velas, enarbolando su bandera, bajo un cielo azulado.
Tierra de gente trabajadora, humilde y sencilla, de mar o de trilla, pacífica y acogedora. Granadas semillas, sus prados alfombran, y mi alma se asombra, ante tanta maravilla.
En sus noches estrelladas, y de hermosos luceros, fecundos esteros, y lunas enamoradas, vientos placenteros, sobre aguas plateadas, y con gaviotas posadas, en los mástiles de sus veleros.
Esto soñaba María, mas de pronto despertaba, cuando un ángel se presentaba, con un mensaje que decía: ¡Dios te salve, bienaventurada!, tu Hijo Jesús me envía, porque cercano está ya el día, en que dejarás la terrenal morada.
María parecía seguir soñando, lejos quedaba su juventud, cuando aún no conocía la cruz, y José estaba a su lado. Recordaba la muerte de Jesús, y como después había resucitado, y que al cielo se había marchado, mostrando su infinitud.
Sus manos la cinta sujetaban que el ángel le había traído, para que ciñera sus vestidos, cuando los espacios celestes atravesara. De nuevo Gabriel había venido, de nuevo había sido anunciada, y que su muerte próxima estaba, era el mensaje recibido.
Visitó los lugares de la Pasión, despidiéndose de todos ellos, y en especial de aquellos, donde asaetearon su corazón. Recordó los momentos bellos, desde que tuvo uso de razón, y todos los que le causaron dolor, en momentos tan extremos.
Reunió en su habitación, a los Apóstoles de su Hijo, y a todos sus consejos les dijo, antes de darles la bendición. De pronto Jesús vino, con la cruz de su inmolación, y a María levantó, con un inmenso cariño.
Madre no sufras más y vente conmigo a la Gloria, deja esta vida expiatoria, del hombre en su humanidad,
hoy culmina la historia, que el Padre te vino a encomendar, y en el Cielo te espera ya, para cubrirte de gloria.
Los dos se elevaron a las alturas, portando la cinta de María, la que del Cielo Gabriel traía, en prueba filial de ternura. Los coros celestiales se reunían, para contemplar la hermosura, de la mujer más bella y pura, que los cielos recibían.
Las puertas de par en par, la Gloria tenía abiertas, donde había gozo y fiesta, para a María venerar. El Padre vino a la puerta, y a María quiso anunciar: que la iba a coronar, como Madre Universal de la Tierra.
En su inmaculada frente, Dios Padre ciñó la corona, que como Reina la entrona, de la tierra y de su gente, y de los cielos le dona, su amparo omnipresente, para que sea su referente, en la tierra que abandona.
María fue asunta al cielo, en cuerpo y alma, la Humanidad así lo proclama, en el discurrir de los tiempos, Ella conserva la palma, que en Jerusalén recibió al Maestro, Jesucristo Señor Nuestro, y Redentor de nuestras almas.
Aunque en el cielo no cuenta el tiempo, en el mundo fueron pasando los días, y una tarde la Virgen recibía, desde la tierra súplicas y lamentos, un hombre al suelo caía, retorciéndose por un dolor intenso, cuando regresaba contento, al lugar donde vivía.
El dolorido era un zapatero, bueno y bondadoso, de Dios temeroso, y cumplidor de sus mandamientos, de su Natividad fervoroso, caritativo y sincero, y repartía zapatos nuevos, a los niños menesterosos.
Y a Ella se encomendaba, pidiéndole sus favores, para que calmara los dolores, que del asno lo tiraban. María conocía sus intenciones, y la piedad que practicaba, y que a su prójimo amaba, esforzándose en mitigar sus privaciones.
La cinta le envió, y a su lado la puso en el suelo, para que sintiera el consuelo, en su inesperado dolor. Juan, bondadoso zapatero, a su cintura la ató, y al instante se curó, dándole gracias al Cielo.
En cuanto vio a Lucía, su mujer, le contó lo acontecido, y cómo el dolor que había sentido, al instante llegó a desaparecer.Y Lucía le dijo: la cinta que has cogido, por qué no me la dejas ver, yo soy cristiana también, y agradezco los favores recibidos.
¡Anda!, es verdad pues, que la tenía atada a la cintura, pero con el paso de la cabalgadura, se me ha debido de caer. Pero no te preocupes criatura, que soy hombre de bien, y para que todos lo puedan saber, el hecho plasmaremos en una pintura.
Lo que no sabía Juan, el zapatero, era que la cinta la tenía María, que de nuevo la recogía, para guardarla en el cielo. Una noche en que dormía, se le apareció en el sueño, pidiéndole que pusiera su empeño, en construirle una ermita.
La Virgen siempre había querido, proteger a esta tierra, y había amado a Huelva, desde que en sueños la había visto. Con su imagen pintada en piedra, repartiría su amor y cobijo, por el resto de los siglos, al que llamara a su puerta.
De la Cinta quiero ser llamada, y con este nombre será mi advocación, por él hallaréis la salvación, si me dedicáis vuestras almas. Con el tiempo seré Virgen Chiquita, la que Huelva toda ama, porque mantendré del amor su llama, concediéndoos mi favor.
Y los tiempos pasarán, pero yo siempre estaré aquí, para qe vengáis a mí, y os pueda acompañar, en el instante de morir, ante el Dios de la Verdad, que os juzgará, por los pecados de aquí.
Despiértate Juan, y cumple lo que acabo de pedir, y no te olvides de mí, no me causes ese pesar, me voy a quedar aquí, protegiendo este lugar, al que desde Jerusalén yo vi, con su hermosura sin par.
Juan encargó al pintor, Pedro Pablo por él acogido, lo que María le había pedido, y que empezara presto su labor. Poniendo todos sus sentidos, realizaron una pequeña edificación, un lugar de oración, para él y todos los vecinos.
Cuando la Ermita estuvo terminada, Pedro Pablo realizó la pintura, con una gran hermosura, de la Virgen inmaculada. Trazó su figura, con el Niño sentada, y en su mano una granada, y la cinta en manos de la criatura.
En la bendición de la Ermita, La Virgen estuvo presente, aunque no la vio la gente, llevando al Niño de la manita. La Virgen clemente, la Virgen bonita, la Virgen indulgente, que deja llamarse Chiquita.
Del libro retiré la mirada, el corazón me latía con rapidez, como pude los ojos cerré, y un suspiro se escapó de mi alma, tenía tantas ganas de leer, que no podía recobrar la calma, sintiendo crecer la llama, que nublaba la razón de mi ser.
Miré el libro fijamente, intentado descubrir la fecha de su escritura, pero mis ansias de lectura, entorpecíanme la mente, me acosaba la premura, mi sangre corría a torrentes, y estaba tan impaciente, que mis manos se volvían inseguras.
Como ellas mi cuerpo también temblaba, y las horas seguían su acontecer, la noche llegó a aparecer, pero ni cuenta me daba, me era imposible dejar de leer, la vista se me nublaba, y aunque era noche cerrada, lejos aún estaba el amanecer.
Llegando estaba al final, al menos eso me parecía, pero para la satisfacción mía, esa no era la realidad. Aunque el sueño me adormecía, no lo quise dejar, por eso os voy a contar, cómo el libro proseguía.
Blanquísima era la Ermita, y toda ella encalada, y desde que llegaba el alba, nunca le faltaron visitas. Juan adquirió popularidad y fama, al conseguir que la historia fuera escrita, así agradecía a la Virgen bendita, su inesperada gracia.
Pero una preocupación constante, muy alterado lo tenía, porque encontrado nunca había, la cinta que lo curase. La buena Lucía, la mujer con que se casase, como él también la buscase, pero nunca la encontrarían.
Juan no era feliz, pensando que había pecado, al no haber guardado, el tesoro de su vivir, la Virgen lo había curado, pero qué grave era su desliz, porque no podía decir, lo bien que la había guardado.
Tanta era su pena, que el pobre enfermo cayó, y casi pierde la razón, con el ardor de sus venas, Lucía mucho lo cuidó, pero la gravedad era tan extrema, que no había manera, de aliviarle su dolor.
Juan deliraba, sus palabras eran incoherentes, era tanta la fiebre, que por su vida rezaban. Pero lo que no sabía la gente, que él no sufría, disfrutaba, porque la Virgen lo visitaba, en los delirios de su mente.
Juan, aquí está la cinta milagrosa, no pienses que la has perdido, tan sólo te la había cedido, porque ella es muy valiosa, a ti ya te ha servido, y a otros en su vida azarosa, la vida a veces es borrascosa, y el hombre suele estar confundido.
En la pintura la podrán ver, tú y toda la descendencia, y los que sabéis de mi presencia, cuando sea menester, no cometáis más imprudencias, acordaos siempre de Jerusalén, donde mi Hijo vino a fallecer, para limpiar vuestras conciencias.
La cinta siempre estará en mi mano, llamadme por el nombre de ella, que os marcará la huella, que deben seguir vuestros pasos, yo soy Luna Llena, la que evitará vuestros fracasos, la más rutilante estrella, que veréis en el ocaso.
Conmigo siempre estará, y a las alturas me la llevo, para cumplir los deseos, del que me quiera invocar, ahora ponte ya bueno, y permanece en tu bondad, que algún día me verás, arriba en los Cielos.
Despertando de su febril sopor, Juan se marchó a la Ermita, para mirar la cinta, que Pedro Pablo pintó. El Niño la tenía en su manita, y en sus ojos contempló, todo el cariño y el amor, de su paz infinita.
Y pasó un día, pasaron dos, Juan murió, y también su esposa Lucía. Y quien el libro escribió, su relato concluía, pero yo continuarlo querría, si cuento con vuestra autorización.
No sé si esto ocurrió así, o si también yo lo he soñado, pero no creo estar equivocado, si pienso que lo leí, la Historia mucho no ha contado, pero todos llevamos aquí, que la tenemos ahí, desde los tiempos pasados.
Durante la época sarracena, en que la Ermita fue derribada, y la pintura tapiada, la alegría de Huelva se trocó en pena, su imagen guardaban en el alma, hasta la hora suprema, en que la sangre de las venas, conociera la noche más larga.
Los que conocieron la Ermita, fueron todos muriendo, y poco a poco se fue diluyendo, el lugar donde existía, no así su recuerdo, que todos lo conocían, como historia que repetían, de abuelos a nietos.
El musulmán invasor, destruía pinturas e imágenes sagradas, y Huelva vivía angustiada, temiendo su profanación. Con tanto esmero y coraje, la historia se silenció, que hasta Huelva olvidó, el lugar donde se ocultase.
Olvidó su emplazamiento, pero no a la Madre de Dios, pues la llevaba en el corazón, con profundo sentimiento, por eso esta reflexión, me hago en estos momentos, y lo digo como lo siento, con un tremendo dolor.
Imaginaros por un instante, que el Santuario desapareciera, el Humilladero se perdiera, y nadie supiera dónde estuvo antes, las fotos no existieran, de él tan sólo hablaran romances, los hoy llamados cantes, quien su historia nos dijeran.
Qué tremenda desesperación, ir al Conquero y no ver la Ermita, ni a la Virgen Chiquita, tan sólo piedras y vegetación, sin poder hacerle una visita, para contarle nuestra preocupación, a la dueña de nuestro amor, a la Virgen de la Cinta.
¿Se lo figuran?. ¿Se figuran el dolor de nuestros antepasados, cómo vivirían de angustiados, y cuánta sería su amargura?. Sin poder ir a su lado, a contemplar la hermosura, de la Cinta Virgen Pura, con su manto inmaculado.
Oculta estuvo unos seiscientos años, hasta que la encontró el vaquero, y la subieron al Conquero, donde ahora la contemplamos, y el fervor cintero, se desató en cuanto la encontraron, y de nuevo amaron y amamos, a la Cinta Reina del Cielo.
Que pronto iniciará la salida, para ir a la Meced, y Huelva la podrá ver, por el Conquero mecida. El libro tuve que devolver, con su lectura concluida, y yo hago mi despedida, recordando este acontecer.
El cielo está estrellado, y la noche palidece, al lucero enamorado, el alba lo entristece, la misa ha terminado, la oscuridad languidece, y en el patio empedrado, los corazones se estremecen.
Repican las campanas, la puerta ya se está abriendo, la Luz de la mañana, a la calle viene saliendo, la aurora se engalana, el fervor va creciendo, y al verla tan cercana, las almas se van rompiendo.
Cantan los campanilleros, suenan sus campanillas, diciendo con su tintineo: ¡Oh, qué maravilla!. La mar es Conquero, los fieles son quillas, y el viento cintero, impulsa la barquilla.
De ese trono plateado, de ese Humilladero pequeño, con cariño cincelado, y de un hermoso diseño, que siempre va acompañado, por el pueblo cintero, que llega hasta su lado, para decirle: ¡te quiero!.
Y Virgen Chiquita, y Cinta hermosa, ¡qué cara tan bonita, qué cara tan repreciosa!, porque la pena nos quita, con su cinta milagrosa, y el corazón nos agita, viéndola tan primorosa.
Despunta la aurora, la noche se aleja, al Santuario Señora, triste lo dejas, él ya te añora, y llorando se queja, de que la imagen que adora, el cristal no la refleja.
El sol ha salido, y a tu trono acapara, para que luzca con más brillo, su inmaculada plata, la noche se ha fundido, sus rayos la eclipsaran, y el lucero se ha escondido, porque su fulgor lo cegaba.
Azul torna el cielo, plateada la ría, cantando el Conquero: el Ave María, surcan los vientos, cual letanía, el amor intenso, que Huelva siente y sentía.
Lucero del alba, hermosa Luna Llena, Sol de la mañana, mi Virgen Nazarena, Reina huelvana, Cinta choquera, te llevaré en el alma, hasta el día en que me muera".
Hasta aquí la lectura de este Libro Antiquísimo, inexistente en la realidad, pues solo es producto de mi imaginación y el cariño que le profeso a Nuestra Señora de la Cinta, libro que escribí para pronunciar la Exaltación a la misma.
Continuemos la narración diciendo que es muy común en los devotos a Nuestra Señora de la Cinta, pensar que la misma se apareció a los pies del Humilladero y nada de esto es cierto, si bien, no por ello es menor la protección y el amparo de la Virgen desde aquel lejanísimo año cuatrocientos cuando se produjo, al menos que tengamos noticias, su primera intervención a los lugareños de estos lares.
Desde aquella pequeña y humilde ermita construida por Antonio y su amigo Pedro Pablo hasta el Santuario en la que se venera a la Madre de Dios, muchas han sido las vicisitudes que el mismo ha sufrido, aunque siempre con el acompañamiento del onubense sea cual fuese su estrato social, edad, e incluso creencias.
En una de las naves laterales que forman el patio del Santuario, el mismísimo Cristóbal Colón, fue a cumplir el llamado "Voto Colombino", tras concederle Nuestra Señora de la Cinta un feliz regreso a la vuelta del Primer Viaje en el cual realizó, junto a un grupo de marineros de esta tierra la gesta del Descubrimiento de las Américas.
Cuenta la leyenda, tradición, historiadores y la Liturgia mariana que: "en la iconografía mariana, la cinta o correa es símbolo de consuelo, remedio y especial protección". Así aparece repetidamente en las tradiciones y leyendas del cinturón que la Virgen María dejó a ciertas personas: a Santo Tomás Apóstol, a Santa Mónica (madre de San Agustín), a un sacerdote de Tortosa y al zapatero onubense Juan Antonio.
La Virgen viste túnica dorada con menuda estampación floral, ajustada al talle con cíngulo dorado, y manto azul con decoración vegetal estilizada en oro cincelado, y vueltas rojas. El manto se abrocha en la base del cuello, cae por el hombro derecho hasta los pies y por la otra banda rodea el brazo izquierdo y cruza por delante hasta recogerse bajo el brazo, con amplio movimiento de paños. En la mano izquierda porta una granada de oro, símbolo de las virtudes de María, que junto con la corona fueron realizadas en oro por Ripoll, en Córdoba el año 1,922. La corona ha sido enriquecida por Fernando Marmolejo Camargo en 1,977, quien ejecutó, también en oro, la ráfaga y la media luna.
El Niño, desnudo, a la derecha de la Virgen, calza zapatos de oro, obra de Jesús Domínguez Vázquez, realizados en 1,960. Su simbolismo viene explicado por la propia leyenda de la invención. Entre sus manos porta la cinta que da nombre a la imagen. Es de oro, decorada con flores de lis y el escudo de la hermandad, obra de Ripoll, en 1,922. La corona del Niño, del mismo metal, es asimismo de Ripoll.
La composición reproduce literalmente la silueta de la efigie representada en la pintura mural de la Ermita. Al dotarse en 1,759 la fiesta del 8 de Septiembre para que se hiciera procesión en torno al Santuario, se creó la necesidad de tener una imagen de bulto. Díaz Hierro atribuye la escultura a Hita del Castillo, comparándola con la Virgen del Rosario, de los jesuitas de Sevilla, y con la de los Remedios, de la Universidad hispalense. De la Virgen de los Dolores de Aroche dice que nos recuerda en su boca y su nariz, la bonita y graciosa expresión de nuestra imagen procesional. Sin embargo, hemos de hacer notar, frente a la opinión del citado historiador, que la Virgen de los Remedios de Sevilla no es obra de Hita, sino que fue labrada en 1,762 por Julián Jiménez, fiel seguidor de aquel maestro. De ahí que situemos la escultura que nos ocupa en el circulo de Benito Hita del Castillo.
La leyenda de la aparición es recopilada en 1,714 por fray Felipe de Santiago. El religioso del monasterio de la Rábida nos cuenta que en el año 400 vivía en Huelva un zapatero, llamado Juan Antonio, con su mujer, Lucía. Ambos acostumbraban a recoger pobres y a regalar zapatos a los niños necesitados el día de la Natividad del Señor. En cierta ocasión recogieron a un pintor, llamado Pedro Pablo, y entablaron una estrecha amistad. Un día, al regresar de Gibraleón, Juan Antonio sufrió un gran dolor en el costado, hasta el extremo de no poder continuar el camino. Descendió de la montura, y ya en el suelo invocó a la Virgen de la Natividad. En el acto, al extender el brazo por el mismo dolor, encontró una cinta y ciñéndosela desapareció rápidamente el malestar. Al llegar a su casa contó el suceso a su mujer y al pintor como un favor de la Virgen. En agradecimiento hizo una pequeña Ermita y en ella Pedro Pablo pintó a la Señora. La representó sentada con el Niño en los brazos. Jesús aparece desnudo y con zapatos, y con un cinto en la mano que parece entregar a María, manifestando el refugio de su Madre para los pecadores. Un par de ángeles coronan a la Virgen. Preguntado el pintor por qué había figurado así a la Madre y al Hijo, respondió que al Niño lo representó desnudo y con zapatos por los que en su nombre daba su buen amigo en el día de su santísimo nacimiento y a su Santísima Madre con una granada, que era para dar a entender que todas las virtudes y gracias puso Dios en esta Señora con tanta perfección y compostura como esta fruta tiene, y la corona denotando cómo toda la Beatísima Trinidad la coronaron Señora de todas las Virtudes y de todo lo creado, y al Niño el cinto por el milagro que María Santísima hizo con su devoto. Por ello es venerada y aclamada esta imagen con el título de la Cinta.
Continúa tan curiosa relación anotando que con la invasión musulmana los cristianos la ocultaron y derribaron la Ermita. Permaneció oculta hasta el año 1,400. Apareció un mozo, llamado Francisco Pedro, conducía unas reses vacunas y fue acosado por un toro. Para salvarse dio un gran salto y se agarró a unas matas altas que trepaban por un muro. En aquel momento se desprendieron algunas piedras y surgió la milagrosa imagen. A sus gritos acudieron muchas personas: una para ver el animal arrodillado, y otras atraídas por la muchedumbre que se había agolpado en el lugar. Acabaron de descubrir la pintura mural, que recortaron y trasladaron a un sitio más alto, donde hoy está la Ermita, dejando en el lugar de la aparición una señal junto al camino. Era el mes de Diciembre del citado año.
Junto a la tradición del manuscrito de La Rábida había otra leyenda que Juan Agustín de Mora recoge en 1,762. La narración se conservaba pintada en cuatro lienzos de la Ermita, de los cuales antes de 1,936 sólo quedaban dos. El primero representaba lo siguiente: Estando este cristiano en un lugar de Berbería, afligido por la mala vida que su amo le daba, se encomendó a Nuestra Señora de la Cinta y milagrosamente se le apareció, y le dijo, que lo sacaría de allí. Su amo el moro oyó hablar al cristiano con Nuestra Señora y le dijo: ¿Qué mujer es esa que habla contigo?. Y respondió que era Nuestra Señora de la Cinta, que lo había de sacar de allí. Y respondió el moro: Yo te pondré donde no te saque.
En el segundo lienzo se leía: Aquí es donde este moro mandó hacer un arca, y metió al cristiano dentro, y tomando un gallo le cortó el pescuezo y le dijo al cristiano: Cuando este gallo cantare, tendrás tu libertad, y cerró el arca, y le echó dos mármoles encima. (Estos mármoles robustísimos, y como las columnas más gruesas, que usaban los romanos, se conservan hoy en la Ermita, aunque por parte socavados, por raer de ellos para reliquias) y él se tendió encima del arca, y milagrosamente vino a parar a el Humilladero.
La inscripción del tercer lienzo decía así: Aquí es donde despertó el moro, y le dijo al cristiano: en tu tierra estamos. Y respondió el cristiano: ¿No te lo dije yo, que esta Señora era poderosa?. Abrió el arca, y envió al cristiano al lugar, a que diese cuenta del milagro que había obrado con él la Virgen. El cristiano vino entre el cabildo eclesiástico y secular, y hallaron al moro humillado delante de la Virgen.
En el cuarto y último lienzo concluía la narración: Aquí es donde quisieron fabricar una Ermita, y por el peligro del mar, que daba donde estaba Nuestra Señora, cortaron el paredón y lo colocaron donde hoy se conserva, la imagen de Nuestra Señora, trayéndola en procesión, y el moro acompañándola: y el moro recibió el agua del bautismo, sirviéndole el cristiano de padrino, donde quedaron sirviendo a Nuestra Señora hasta la muerte.
La diferencia más grande entre ambas tradiciones estriba en que el manuscrito de La Rábida no sólo explica el comienzo de esta devoción con el milagro del zapatero, ocurrido antes de la invasión musulmana, sino también el posterior descubrimiento de la primitiva pintura, gracias al milagro del toro, acaecido en 1,400. La leyenda del moro admite la preexistencia del culto a esta imagen antes de sobrevenir el milagro.
Ciertamente, tanto la pintura mural de la Virgen de la Cinta como su Ermita, son obras del siglo XV. Sabido es que el almirante Cristóbal Colón, a su regreso del descubrimiento de América, vino a este Santuario mariano para cumplir un voto que había hecho el jueves 14 de Febrero de 1,493, durante la travesía, en medio de una terrible tempestad.
El culto a la Virgen de la Cinta debió ser de gran consideración entre los onubenses desde sus orígenes, pues existe una bula de León X, dada en Roma el 23 de Junio de 1,516, para que los canónigos de Sevilla, Juan de Herrera y Luis Fernández de Soria, den posesión a Diego Andrés, clérigo de Calahorra, escritor y familiar del Papa, de la provisión de las vacantes de la Ermita de Santa María de la Cinta y otras, Santa María del Viso, Santa Cruz y San Sebastián, Santa María de Saltés de fuera y de la Misericordia, todas de Huelva.
Un papel decisivo en la difusión de esa devoción popular desempeñó desde muy antiguo la cofradía de Nuestra Señora de la Cinta. Ya aparece documentada en el siglo XVI. Leonor de Albornoz, en su testamento otorgado ante Juan de Segura el 12 de Enero de 1,576, declara pertenecer a la cofradía de la Virgen de la Cinta, así como a las del Espíritu Santo, San Sebastián y de la Sangre. Unos años después, en 1,583, en una de las mandas testamentarias del onubense José Hernández, se hace constar que acompañe a su entierro, cuando fuere finado la cofradía de Nuestra Señora de la Cinta con su cera.
Con inusitada frecuencia acudían los devotos de la Virgen de la Cinta a su Ermita para suplicar remedio a sus males. Interminable sería la relación de favores atribuidos en Huelva a la intercesión de su Patrona. Bástenos recordar que el 20 de Abril de 1,586 se reunió el concejo de la villa con el vicario para acordar que atento a la gran necesidad que hay de aguas para los frutos, se ponga por intercesora a Nuestra Señora de la Concepción y de la Cinta. Con tal fin se organizaron funciones y procesiones religiosas y el pueblo sintió los beneficios de las rogativas. Así fue como progresivamente la devoción a esta pintura mariana logró imponerse sobre las restantes advocaciones del lugar. El vecindario acostumbraba a honrarla con frecuentes y solemnes fiestas. La festividad principal de la Virgen de la Cinta viene relacionada, por la leyenda del zapatero, con la invocación a la Natividad de Nuestra Señora. En efecto, en tal festividad religiosa, 8 de Septiembre, se celebra al menos desde 1,602. En la visita canónica de 1,697, se reseña que es imagen por quien Dios hizo milagros muy continuados y por esta causa la devoción de todo este pueblo.
La escritura de fundación de la fiesta de Nuestra Señora de la Cinta fue otorgada el 30 de Agosto de 1,759 por el onubense Francisco Martín Olivares, vecino de México. Entre los cultos que el otorgante manda hacer, consta una procesión, de donde surgió la necesidad de tener una imagen procesional.
Para facilitar y fomentar la devoción a la Señora, se publicó por primera vez una novena en 1,848, fielmente tomada de la que se rezaba en Tortosa. Pero en 1,888 el presbítero Rafael de la Corte redactó otra nueva netamente onubense.
Su fiesta se halla fijada en el día 8 de Septiembre, aunque con el tiempo se ha celebrado de diversas maneras. Hasta 1,876 se organizaba una romería hacía el Santuario el día de la víspera. Desde aquel año la Virgen era bajada hasta la Parroquia Mayor de San Pedro para brindarle un solemne novenario preparatorio; el día 8 era subida a la Ermita, teniendo lugar los días siguientes una concurridísima velada. Actualmente la imagen desciende a la Iglesia de la Merced, Catedral de la Diócesis, el tercer domingo de Agosto, y tras los cultos acostumbrados, novena y función principal, es llevada en procesión de regreso a su Santuario el día de la Natividad de la Virgen.
El 29 de Agosto de 1,956, el pleno del Ayuntamiento de la Ciudad, presidido por Don Antonio Segovia Moreno, declaró a la Virgen de la Cinta alcaldesa perpetua de Huelva, haciéndosele entrega de los atributos del cargo. Años más tarde, en 1,964, Pablo VI extendía una bula, fechada el día 11 de Marzo en Roma, por la que se nombraba Patrona Principal de la ciudad a Nuestra Señora de la Cinta, con todos los honores y privilegios litúrgicos que ello supone.
Los restos de la pintura mural primitiva, casi totalmente destruida en 1,936, se conservan tras una tabla que la reproduce fielmente en el retablo mayor, hasta su restauración que fue donada a la Capilla del Consejo de Hermandades y Cofradías de nuestra capital, tras un breve paso por el convento de las Hermanas Oblatas, situado en las inmediaciones del Santuario. La escultura llamada por los devotos Virgen Chiquita, se venera en la capilla absidial que preside la nave lateral del Santuario. El día 26 de Septiembre de 1,992 en los jardines de la Avenida de Andalucía, fue coronada canónicamente, por el Eminentísimo Señor, Cardenal, Legado Pontificio, Don Eduardo Martínez Somalo y el Excelentísimo y Reverendísimo Obispo de Huelva, Don Rafael González Moralejo.
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