19 de julio de 2018

Nuestra Señora del Milagro de Lima

Del sitio El Perú necesita de Fátima:

La escultura, que irradia notable majestad y serenidad, es sin duda de las primeras que llegaron al Perú: fue traída de España por los franciscanos que acompañaron a los conquistadores en 1532. Como se trataba de una imagen pequeña y articulada, que fácilmente cabía en una maleta o en una pequeña caja transportable, pudo acompañar durante largos años a los intrépidos frailes en sus correrías apostólicas por el vasto imperio de los incas, para irradiar la fe verdadera entre sus pobladores. Por eso mismo llegó a ser conocida como la Virgen Misionera. Años después sus peregrinaciones cesaron, y permaneció expuesta sobre el arco de la portada del primitivo templo franciscano.

Relegada por muchos a un injusto olvido, sin embargo almas privilegiadas como la de San Francisco Solano y el venerable Fray Juan Gómez —cuyas famas de santidad corrían parejas— le tributaban la más tierna devoción. Éste último, adelantándose al tiempo, profetiza que vendría una época en que la dulce Señora sería veneradísima del pueblo cristiano.

Casi un siglo después de su llegada, el 27 de noviembre de 1630, se la encuentra en aquella misma ubicación, mientras el pueblo de Lima se entretenía en uno de aquellos acostumbrados encierros taurinos que tenían lugar en la Plaza Mayor.

De pronto, hacia el mediodía, sobreviene un violento temblor de tierra. El sobresalto es mayúsculo. En aquel momento de general consternación, algunos religiosos y fieles congregados en el atrio franciscano, al dirigir sus miradas hacia el arco de la portada, notan con asombro que la pequeña efigie de la Purísima se vuelve por sí misma hacia el altar mayor, e inclinada y con las manos juntas suplica a su Divino Hijo presente en el Sagrario perdón y clemencia. Todos comprenden que, gracias al patrocinio de María Santísima, la ciudad se había salvado de su ruina.

Aplacada así la justicia divina y persuadidos los testigos del milagro, comenzaron a pregonar el suceso por el vecindario, con el consiguiente arremolinamiento de devotos, incrédulos y curiosos. Aquel mismo día, después de vísperas, los frailes menores se postraron de rodillas ante la venerada imagen y entonaron la antífona Tota Pulchra est Maria (Toda hermosa eres María), como lo hacen hasta el día de hoy. Pero entonces, ¡oh prodigio!, la numerosa concurrencia pudo verla recobrar por sí sola su primitiva posición, quedando con el rostro apacible y sonriente, y mirando a todos que reverentes y agradecidos invocaban su santo nombre.

El hecho fue corroborado por el informe canónico que se elevó años después y la resolución del Virrey, de la Real Audiencia y del Cabildo de celebrar anualmente su fiesta, ahora bajo la invocación de la Virgen del Milagro, el día 27 de noviembre.

Un aspecto particularmente sugestivo de este maravilloso suceso, ocurrido en la Lima virreinal con una imagen de la Inmaculada, es que el mismo tuvo lugar exactamente —en día, mes y año— dos siglos antes de la célebre aparición en París de la Virgen de la Medalla Milagrosa, que se presentó también como Inmaculada, “María sin pecado concebida”: ¿Qué designios providenciales hay por detrás de esta precisa coincidencia de fechas y nombres entre estas dos imágenes de la Inmaculada Concepción, la Virgen del Milagro y la Medalla Milagrosa? Es, sin duda, un misterio lleno de atractivo, que un día nos será dilucidado, y saludamos al pasar: “Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos”.

En su Crónica de la Provincia de los Doce Apóstoles, Fray Diego de Córdova y Salinas relata que “con motivo del prodigio referido se fabricó una hermosa capilla, que se labró luego en el mismo lugar, cubierta de locería y artesones dorados y sus paredes revestidas de azulejos y valientes pinturas, quedando la devotísima imagen para eterna memoria en la parte y lugar antiguo, sobre el arco de la puerta, ricamente aderezada, coronada de lámparas, festejada de la devoción de los fieles, concurso de pueblo que la asiste, demostraciones de piedad y religión que los Príncipes, Virreyes, Audiencias Reales y Tribunales graves le prestan, para inclinar su patrocinio y la gracia y misericordia de su celestial Hijo”.

Siguieron años de auge y fervor en la devoción a la Virgen Purísima del Milagro; su fiesta se conmemoraba todos los años con gran magnificencia, al estilo deslumbrante de la época virreinal. Hasta los Romanos Pontífices se prodigaron en hacer patente su amor filial a María Santísima, concediendo gracias, indulgencias y privilegios, a sus cofrades y a su capilla; Benedicto XIV le dedicó una bula especial. Con los aportes de sus devotos se llegó a constituir un cuantioso fondo que permaneció durante décadas bajo la custodia del Tribunal del Consulado.

Dicho fondo se esfumó en las revueltas políticas de la emancipación; época aciaga que, entre otras cosas, se caracterizó por un lamentable enfriamiento religioso que volvió a opacar el esplendor de esta devoción mariana. A esta decadencia la Divina Providencia no fue indiferente: en efecto, el 13 de enero de 1835 una causa fortuita hizo que la hermosa capilla del Milagro fuera consumida por el fuego, del que se libró tan sólo la milagrosa imagen, que resultó intacta. De entre los escombros se logró rescatar algunas alhajas, no obstante, sin que se pudiera salvar el Santísimo Sacramento.

La ciudad se conmovió ante la destrucción del santuario. Gracias a la diligencia de Fray Francisco de Sales Arrieta, con no menos magnificencia se levantó nuevamente la capilla, terminando la obra durante su gestión como Arzobispo de Lima (1840-43).

Más recientemente, al verificarse el cuarto centenario de la Provincia Franciscana del Perú se resolvió implorar a la Santa Sede su coronación canónica. El 19 de julio de 1953 la sagrada imagen fue trasladada a la Catedral, en cuyo atrio el Nuncio Apostólico y más tarde Cardenal Mons. Fernando Cento, como Delegado Papal ciñó sobre su frente la áurea corona, mientras la artillería desplegaba una salva de 21 cañonazos en su honor.

En la actualidad, Nuestra Señora del Milagro ha caído nuevamente en el olvido e indiferencia de muchos limeños y provincianos que habitan la inmensa urbe. Pero está, como en tiempos de Fray Juan Gómez, a la espera de un resurgimiento general de la fe y de la piedad mariana. En aquel entonces, esta Soberana Señora se dignó hablarle a una india que siempre le rezaba y le hacía cumplidas reverencias: “Tú sola —le dijo— hija mía, entre todos los de esta ciudad, me haces reverencia; yo te lo pagaré”. Si la Santísima Virgen premió con creces a esta piadosa india hace 400 años atrás, ¿qué premios no dará, aún en esta vida, a los que defiendan y propaguen hoy su devoción?

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